El pasado 10 de abril, en Casale Monferrato, se celebró una conferencia con motivo del 1700º aniversario del Concilio de Nicea. Como ponente intervino S.E.R. Mons. Franco Giulio Brambilla, obispo de Novara y uno de los teólogos italianos más autorizados. La intervención, profunda y elaborada, fue lamentablemente reducida a un titular escandaloso por quienes, con superficialidad o malicia, optaron por extraer una frase fuera de contexto para montar la enésima polémica.
Mons. Brambilla, al reflexionar sobre el significado del bautismo —que definió como «uno de los ritos más expresivos que aún tenemos hoy»— tocó también el tema de los padrinos y madrinas, una cuestión que en los últimos años ha generado no pocos debates dentro de la Iglesia italiana. En muchas diócesis, de hecho, los obispos han decidido suspender, temporal o definitivamente, esta figura tradicional.
Una decisión motivada por razones pastorales, pero que a menudo encuentra la resistencia de quienes reducen este papel a una formalidad o, peor aún, a una costumbre social. El obispo habló con franqueza, refiriéndose a una zona de su diócesis: «En el valle de Ossola no hay uno sano para ser padrino: porque o uno está torcido, o es irregular, o divorciado, o separado o trimastrado: imaginen quién puede hacerlo». Palabras que hicieron saltar a los regionalistas, pero que cualquiera que conozca la realidad de las parroquias no puede sino reconocer como amargamente verdaderas.
No se trataba, evidentemente, de un juicio sobre las personas, ni mucho menos de un ataque a las familias de esas zonas, sino de una constatación sobre una crisis de fe y coherencia cristiana que atraviesa nuestras comunidades. Y sobre todo, de una reflexión teológica sobre cómo el papel del padrino ha sido vaciado, reducido a “propiedad de la familia”, como dijo el mismo Brambilla, y ya no entendido en su sentido original: ser garante de la fe y acompañante en la vida cristiana.
Es interesante notar cómo las críticas provinieron sobre todo de quienes, ya hostiles al obispo por otras razones, aprovecharon la ocasión para alimentar a la prensa y sembrar indignación. Pero lo que más llama la atención es la hipocresía de estas reacciones. Porque quien tenga experiencia pastoral sabe lo difícil que es hoy encontrar padrinos y madrinas que puedan cumplir auténticamente su cometido. La polémica, en realidad, desenmascara un problema más profundo: la dificultad de la información para contar con honestidad lo que sucede en la Iglesia y, aún más, la dificultad que la sociedad (y no solo ella) tiene para aceptar la doctrina católica. Cuando un obispo habla con claridad, cuando reafirma los principios de la doctrina y no cede al relativismo, es atacado.
Ya ha ocurrido en el pasado con Mons. Brambilla, uno de los pocos que, durante el Sínodo sobre la familia, tuvo el valor de recordar que el pecado no es una cuestión subjetiva, sino objetiva. Hoy, obispos capaces de articular un pensamiento teológico fundado y profundo son cada vez más raros. Brambilla, que tiene una sólida formación académica: licencia en la Gregoriana sobre la teología de la cruz de von Balthasar y doctorado en teología sistemática sobre Schillebeeckx.
Ha dirigido durante años la Facultad Teológica del Norte de Italia, formando generaciones. En su intervención, también dijo con un toque de ironía pero con gran realismo: «Los antiguos discutían sobre cosas serias, nosotros discutimos sobre nombramientos de obispos». Una frase que sintetiza bien el clima actual en la Iglesia, donde demasiado a menudo las energías se gastan en dinámicas de poder o personalismos, en lugar de en la reflexión sobre los grandes temas de la fe. Tal vez sea el momento de volver a escuchar la intervención de Mons. Brambilla y centrarse en los temas centrales de esa valiosa conferencia, si somos capaces.
F.P.
Silere non possum