Hay un malestar profundo, tangible, que atraviesa el ánimo de muchos sacerdotes. Un clima pesado, silencioso pero penetrante. También se percibe entre los laicos, sí, pero es en el clero donde se manifiesta con mayor intensidad, porque son precisamente los sacerdotes los primeros en sufrir sus consecuencias. Bajo la pátina de las buenas maneras eclesiásticas, serpentean insatisfacción, frustración, a veces auténtica desesperación.

Como ya denunciamos en nuestro reciente artículo sobre el derecho a la defensa, al publicar el documento de la Association of United States Catholic Priests, hoy en las diócesis se vive en el arbitrariedad diaria. Las reglas se han vuelto opcionales, la praxis está dominada por el capricho. Cada uno actúa como quiere, según simpatías, miedos y conveniencias. El problema no es solo jurídico, sino antropológico: falta un criterio.

Meritocracia abolida

La crisis no nace solo de superiores incapaces de reconocer los carismas de sus sacerdotes y potenciarlos. El drama más sutil, y también más trágico, es la promoción de amigos, conocidos, adeptos de su propio círculo mágico. Figuras colocadas en puestos delicados sin que nadie sepa —o pueda decir— cuáles son sus competencias reales. Es el reino de la cooptación, no de la vocación. Y así, mientras el mérito es ignorado, se premia la amistad, la fidelidad servil o la capacidad de halagar al que manda.

Esto genera un descontento que se expande como una mancha de aceite. Incluso cuando un sacerdote cambia de diócesis —quizás porque en la de origen ha vivido dificultades, acusaciones o calumnias— es sagrado que pueda empezar de nuevo. Pero empezar, precisamente. No ser catapultado al pedestal. Porque sucede, en cambio, que estos presbíteros son inmediatamente nombrados directores espirituales, predicadores de ejercicios para el clero, secretarios del obispo, vicarios generales. En una palabra: se les entrega el timón del barco sin haber navegado jamás en aguas tranquilas. La base los mira con sospecha, a veces con rabia. Y no sin razón.

Presbíteros desintegrados

Cada diócesis tiene su propio humus eclesial, un equilibrio complejo de dinámicas internas. El presbiterio debería ser una comunidad viva, capaz de autoalimentarse y autogobernarse, sin tener que importar liderazgos externos ante cada soplo de viento. Pero si quien tiene capacidad es ignorado, despreciado o simplemente dejado a pudrir en alguna parroquia periférica, la estructura colapsa. Esto también vale para el seminario: si un obispo no es capaz de hacer que su seminario genere vocaciones suficientes para sostener la diócesis, evidentemente hay algo que no funciona. Acoger seminaristas o sacerdotes de otras realidades puede ser, a veces, necesario, pero debe hacerse siempre con atención y discernimiento. Es necesario evaluar seriamente si esas personas son realmente adecuadas para esa Iglesia particular y para ese presbiterio. Y estas evaluaciones deben ser espirituales y humanas, no dictadas por lazos de amistad de larga data, ni por recomendaciones o presiones del poderoso de turno.

El obispo, padre y pastor, debería ser el garante de la integración de estas personas, no quien la compromete torpemente. Cuando introduce a un sacerdote externo en un rol principal, sin gradualidad, sin diálogo, sin transparencia, socava la cohesión. Los presbíteros lo sienten, lo ven, y reaccionan. A veces con cierre, otras con celos y venganza.

El mal de las redes sociales y las “conexiones tóxicas”

Mientras tanto, en el panorama eclesial, la virtud de la amistad ha dejado espacio al veneno de la connivencia. Se habla mucho de fraternidad presbiteral, pero las relaciones se estrechan cada vez más en base al chisme compartido. Hoy no se es amigo porque se crece juntos, se es amigo porque se habla mal juntos de la misma persona.

Es el reino de la relación tóxica, como la definiría la psicología de las dinámicas disfuncionales. El sociólogo Bauman habría hablado de conexiones líquidas, pero aquí vamos más allá: conexiones malsanas, alimentadas por la envidia y el desahogo narcisista. Falta madurez afectiva y relacional. Faltan adultos en la fe. El sacerdote sano, que vive su ministerio en silencio, con rectitud, y que se relaciona de manera sana con confrades y laicos comprometidos, es a menudo aplastado. No grita, no empuja, no chatea con veneno. No tiene tiempo para alianzas malsanas. Y por tanto es olvidado, mientras el altar se ve invadido por sotanas púrpura, por aduladores profesionales, por ceremonieros más preocupados por el encaje del roquete que por el Evangelio.

Narcisismo eclesiástico y mitomanía clerical

Se ven celebraciones donde hay pocos alba, pero muchas vestiduras rojas. Obispos que no disciernen entre quien tiene vocación y quien tiene una frustración sublimada. Sacerdotes que, ante la falta de autoridad auténtica, se refugian en los símbolos, como enseña el pensamiento de Alfred Adler: cuando el yo es frágil, se compensa con el aparato escénico.

Quien no tiene autoridad se fabrica autoritarismo. Y así se inventan normas no escritas, privilegios imaginarios, títulos inventados. No ocurre solo entre sacerdotes, sino también entre laicos que han hecho del clero un fetiche: figuras prepotentes, a menudo frustradas por un fracaso en el mundo secular, que buscan en la Iglesia el escenario que no han conseguido en otra parte.

Es el caso de la chacala Francesca Immacolata Chaouqui, que en un vídeo delirante se autodefinió ayer como “comisaria pontificia”. Una mitómana con evidentes problemas psiquiátricos, ya condenada y expulsada del Vaticano, y sin embargo aún invitada en ambientes obsesionados con los entresijos y lo prohibido, donde se presenta incluso con sacerdotes igualmente perturbados. Sacerdotes provenientes de diócesis desastrosas, como la de Cosenza, que continúan alimentando a esta mitómana. No contenta, la señora se rodea de periodistas complacientes y fanáticos, continuando con su delirio de poder. El Papa, León XIV, no quiere ni oír hablar de ella, pero el sistema mediático-eclesiástico que ha infiltrado le garantiza aún eco. Fíjense bien: cuando alguien debe alardear continuamente de su poder, es porque no tiene ninguno.

Los que hablan de abusos son los autores

En la raíz del drama está la ausencia de meritocracia. Desde hace años, se señala que no existen criterios objetivos para ser ordenado, para acceder a roles, para recibir encargos. Todo es fluido, opaco, manipulable. Y en este pantano, el abuso de autoridad prospera. El verdadero drama en la Iglesia es que, demasiadas veces, quienes hablan de ciertos temas son justamente los primeros responsables: el abusador diserta sobre abusos, la falsificadora de títulos se erige en paladina contra la manipulación psicológica. Pero, ¿qué es la manipulación sino —ante todo— la manipulación de la realidad? Es el caso, reciente, de un documento sobre el abuso espiritual promovido con el beneplácito de la Conferencia Episcopal Italiana, redactado por figuras que, más que analizarlo, parecen encarnarlo.

Entre ellas destaca Anna Deodato, que desde hace años recorre Italia hablando a los sacerdotes con tono de autoridad, explicando qué sería la manipulación. Pero quien manipula la verdad sobre sus títulos académicos, autodefiniéndose psicóloga y psicoterapeuta sin haber obtenido nunca ni título ni especialización en el tema, ¿está realmente en posición de dar lecciones?

Otro nombre recurrente es el de Enrico Parolari, el hombre que los obispos lombardos han elegido como psicólogo de referencia para aquellos sacerdotes que, en cierto momento, se vuelven para ellos un “problema a resolver”. El método es el ya conocido de Amedeo Cencini: un enfoque ambiguo, opaco, que no sana, sino que aísla, etiqueta, aniquila y manipula. Los resultados hablan por sí mismos: en pocos meses, dos sacerdotes confiados al “cuidado” de Parolari vieron sus vidas derrumbarse. Uno se suicidó. El otro fue acusado nuevamente de abusos a menores. Todo con la benevolencia de los Colegios de Psicólogos que permiten a estos personajes utilizar el título profesional.

Quien habla hoy de abuso espiritual en la Iglesia debería primero preguntarse qué lógicas de poder, connivencia e hipocresía permiten a ciertos nombres seguir circulando impunemente, sin verificación, sin transparencia. No se necesitan nuevos documentos: se necesita verdad. Y, sobre todo, justicia. Sin olvidar a Luciano Manicardi, el hombre que estaba al frente de la comunidad de Bose cuando se presentó a la Región de Piamonte un Estatuto falsificado para obtener fondos públicos. Un hombre que contribuyó a la destrucción de su propia comunidad, actuando como gran acusador del fundador —aquel que, irónicamente, lo había promovido con confianza. Es una dinámica tristemente recurrente: quien recibe un encargo, en lugar de servir, apuñala por la espalda.

Los ejemplos, por desgracia, no faltan. Y también están quienes colaboran en la redacción de documentos presentándose como víctimas de abusos, para luego escribir en “pasquines basura”, donde acusan indiscriminadamente a todos. El problema, sin embargo, no está en los demás, sino en su propia obsesión vengativa. Nos enfrentamos a figuras ya conocidas, a menudo mujeres que desde hace años aspiran a la ordenación, pero cuyo único “mérito” consiste en copiar y pegar noticias ajenas, atribuyéndose arbitrariamente su autoría. Esto no es compromiso por la justicia. Es narcisismo disfrazado de militancia, que nada tiene que ver con la verdad.

Este es el clima que vivimos hoy en la Iglesia. Un sacerdote sin mérito es promovido por simpatía, mientras que otro —quizás calumniado por quien lo teme— se ve obligado a cambiar de diócesis. Y aunque comience desde cero, luego es superado por figuras recomendadas, vestidas de bordados e impregnadas de ambición. Es el triunfo de la lógica clientelista. La decadencia es evidente: celebraciones transmitidas por YouTube donde se ven más ceremonieros que concelebrantes, más condecoraciones que cruces. Y hay sacerdotes a los que no se les da una parroquia porque ya han hecho suficientes daños en los colegios donde estuvieron, que pasan los días viendo las misas del obispo en diferido solo para encontrar un detalle sobre el cual hablar mal.

El psicólogo Aaron Beck habló de distorsiones cognitivas: filtrar la realidad solo en función del propio prejuicio. En la Iglesia, ese filtro tiene un nombre: celos y frustración disfrazados de celo.

El fin de la comunión

El presbiterio se fractura. La fraternidad se vacía. El ministerio se convierte en escenario, y el pueblo de Dios asiste, confundido, a un drama que no es litúrgico, sino moral. La verdad es que la falta de justicia genera resentimiento, la falta de reglas genera prepotencia y fomenta el familismo amoral. Y el resultado final es la degeneración de la fraternidad, la desilusión de tantos buenos sacerdotes que optan por callar, aislarse o incluso marcharse. Algunos se escandalizan cuando alguien tiene el valor de escribir estas cosas. Pero la verdad, cuando arde, solo molesta a quien tiene algo que temer. Y quien hoy se lamenta, debería primero mirarse al espejo y preguntarse: ¿he construido comunión o solo he cultivado complicidad?

d.L.S. e d.A.T.
Silere non possum