La nueva Carta Apostólica In unitate fidei de León XIV llega en un momento histórico en el que la confusión religiosa no es menos insidiosa que la que sacudió a la Iglesia en el siglo IV. Entonces, como hoy, la fe corre el riesgo de reducirse a un lenguaje simbólico, a una emoción privada, a una figura moral de Jesús en lugar de a la confesión concreta del Dios hecho hombre. El Papa devuelve a toda la Iglesia al manantial: la profesión de fe nicena, corazón del cristianismo, “porque en Jesucristo, consustancial al Padre, Dios se ha hecho nuestro prójimo”.

La operación realizada por León XIV no es arqueología: es un juicio sobre el presente. Para comprenderla es necesario captar la lógica teológica que emplea la Carta, una lógica que brilla precisamente allí donde el pensamiento cristiano de los primeros siglos alcanzó su madurez. Estas líneas maestras emergen de aquello que ya la gran reflexión patrística había mostrado: la fe no se salva a sí misma si no custodia la totalidad del misterio de Cristo.

La cuestión decisiva no es “qué pensar” de Jesús, sino “quién es” Jesús

La Carta Apostólica recuerda que la pregunta de Cesarea de Filipo - «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» - no es un eco antiguo, sino la pregunta viva que siempre separa la fe de su caricatura. León XIV muestra que el arrianismo no fue un accidente histórico, sino la tentación recurrente de reducir a Cristo a un intermediario, a un ser excelso pero no plenamente Dios. La misma lógica que entonces amenazó la fe - el mayor peligro para la doctrina cristiana, porque negaba al Hijo la participación real en la esencia del Padre - reaparece hoy bajo formas nuevas: Jesús como maestro ético, como símbolo espiritual, como “energía de bien”.

Por eso la Carta vuelve a proponer con claridad la fórmula de Nicea: “engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre”. No es un tecnicismo teológico, sino la condición para que el cristiano pueda decir algo verdadero sobre la salvación. La fe no puede ser un sentimiento religioso difuso. La fe “se sostiene o cae” según la consustancialidad del Hijo.

Sin verdadera divinidad del Hijo no existe salvación

In unitate fidei recuerda con fuerza lo que la tradición antigua había comprendido con radical nitidez: solo Dios salva. Si Cristo no es plenamente Dios, la redención se disuelve en un mito. León XIV lo explicita retomando el núcleo patrístico: la salvación no es una idea, no es un consuelo psicológico, no es un camino ético; es la irrupción del Infinito en la carne. Es Cristo quien “descendió” por nosotros - descendit - palabra que el Papa subraya porque encierra todo el paradigma cristiano: el movimiento hacia abajo del Altísimo, el abajamiento que revela la gloria.

La Carta muestra que es precisamente la verdad de la Encarnación - total, real, sin reducciones docetistas - la que garantiza que nuestra humanidad haya sido alcanzada en toda su profundidad, redimida en la carne y en el alma, en lo más frágil y en lo más grande. La teología antigua insistía en un principio: Dios se hizo verdaderamente hombre para hacer al hombre capaz de Dios. Sin esta realidad ontológica, el cristianismo se convierte en filosofía moral. Con ella, se convierte en un acontecimiento: nuestra naturaleza es elevada, sanada, divinizada.

El verdadero problema del arrianismo ayer y de sus nuevas versiones hoy

La lectura de León XIV no es nostálgica: es quirúrgica. El Pontífice ve que la crisis contemporánea - el relativismo cristológico, la reducción psicológica de la fe, la incertidumbre doctrinal - nace de la misma raíz que los Padres combatieron: una idea demasiado pequeña de Dios. Para Arrio, el Hijo era un ser intermedio, incapaz de conocer plenamente al Padre, sujeto al cambio. León XIV muestra que hoy, bajo formas más sofisticadas, circulan ideas similares: “cristianismo como inspiración”, “Jesús como profeta excepcional”, “Dios como pura energía espiritual”. La Carta Apostólica responde afirmando que la distancia infinitaentre Dios y el hombre ha sido colmada solo porque el Hijo es Dios. Y añade un punto decisivo: la encarnación no es un mito sagrado, sino un hecho histórico, concreto, verificable, que la fe custodia con la firmeza del Credo.

La unidad de la fe no es uniformidad, sino comunión en la verdad

In unitate fidei no propone un endurecimiento doctrinal. Propone un criterio: la unidad de los cristianos solo nace si la verdad de Cristo se custodia íntegramente. Como los Padres de Nicea - convencidos de que la Iglesia transmite una fe recibida, no inventada -, León XIV pide a la Iglesia de hoy no ceder a la tentación de doblegar la doctrina ante la cultura del momento. El Santo Padre no habla de nostalgia. Habla de fundamento: el Credo no es pasado, es brújula para navegar en tiempos de desconcierto. El cristianismo sin dogma se disuelve en espiritualismo. El cristianismo con dogma vive porque permanece anclado al acontecimiento que le dio origen.

Nicea como luz para el presente: un cristianismo capaz de habitar la historia

León insiste en un punto que la teología antigua había mostrado con fuerza: Dios no es un ser inmóvil y distante, sino Aquel que entra en la historia hasta cargar con sus heridas. Esto desmonta la caricatura del Dios “inmutable” como indiferente. La verdadera inmutabilidad de Dios - como muestran los Padres - es la inmutabilidad del amor que se entrega, no la de la inercia. Por eso el Pontífice vincula la profesión de fe a las heridas del mundo: guerras, injusticias, miedos. No porque el Evangelio sea un instrumento social, sino porque solo el Dios-con-nosotros puede ser esperanza creíble para los hombres.

La esperanza no es una idea, es una Presencia

Lo que nos dice In unitate fidei es claro: la Iglesia no puede perder a Cristo sin perderse a sí misma. Este texto magisterial es un acto de custodia y de libertad. Custodia de la fe apostólica; libertad frente a las derivas culturales que quieren transformar el cristianismo en un discurso más entre muchos. León XIV coloca en el centro lo que los Padres defendieron con coraje e inteligencia: solo si Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, el cristianismo es una buena noticia.
Todo lo demás - las interpretaciones reduccionistas, simbólicas, espiritualistas - son versiones elegantes de la antigua tentación: un Dios que no salva, un Cristo que no cambia la vida, una fe que no genera esperanza.

Marco Felipe Perfetti
Silere non possum