Roma - En las últimas semanas, Silere non possum ha propuesto algunos artículos sobre las dinámicas internas de Comunión y Liberación. Como sucede a menudo, especialmente en los movimientos y en las asociaciones laicales, cuando se es «espoleado» desde fuera la primera reacción es la de replegarse sobre sí mismos. Es una actitud comprensible, humana, y hasta aquí está bien. Nosotros, sin embargo, queremos ir más allá.
El propósito es doble: ofrecer un instrumento de reflexión a quienes viven dentro de esta extraordinaria intuición de don Luigi Giussani y, al mismo tiempo, a quienes observan todo desde fuera. Quien está dentro está llamado a un verdadero paso de madurez: abrirse, escuchar, observar, tratar de comprender esos relatos que a menudo han sido acogidos como «bajados desde arriba» y casi nunca realmente verificados. En este sentido, se trata de ponerse seriamente delante de lo que Silere non possum contará hoy y en el futuro, con nuestro estilo habitual: documentos, textos, actos. No especulaciones ni simples opiniones, sino hechos.
Quien mira desde fuera, en cambio, está invitado a suspender los prejuicios y a tomar en serio una realidad que, con demasiada frecuencia, ha sido etiquetada apresuradamente como corrupta, sedienta de poder, ansiosa por ocupar espacios políticos y cargos de relieve. Precisamente de estos prejuicios –a veces ni siquiera del todo alejados de la realidad– es de donde hay que partir, si se quiere comprender de verdad el camino que Comunión y Liberación había empezado, de manera fisiológica, a recorrer. Y para ello es necesario remontarse a las raíces del pensamiento teológico de aquel a quien el Gius indicó como su sucesor natural.
El objetivo –lo decimos enseguida, así ahorramos a los conspiracionistas inútiles ejercicios de fantasía– es hacer un poco de verdad. Es aquello que, como católicos, buscamos y hacia lo que tendemos: verdad sobre lo que ha sucedido en estos años y sobre cómo se ha llegado a la carta del 13 de noviembre de 2025, firmada por Davide Prosperi. Será un camino exigente pero fascinante, se lo asegura quien, aquí a mi lado, lo está recorriendo junto a vosotros. Un itinerario que os permitirá comprender hasta el fondo aquello que, probablemente, hasta ahora solo habéis intuido, escuchado de forma parcial, a veces deformada, y casi nunca verificado con pruebas y documentos.
El pensamiento teológico de don Carrón
Para entender la teología de don Julián Carrón hay que partir de su diagnóstico sobre el hombre contemporáneo. Él observa que nuestro tiempo está marcado por un «momento histórico particular, dominado por la confusión y la caída del deseo», una condición en la que el yo aparece vaciado, incapaz de desear de verdad y de juzgar la realidad. No se trata, según él, solo de una crisis económica o moral, sino de una crisis de la relación con la realidad: la razón queda reducida a instrumento técnico, el corazón a sentimiento vago, el deseo a consumo. Carrón insiste en que el cristiano no está en absoluto a salvo de este clima. Es más, advierte que a menudo el creyente «piensa como todos, con la misma mentalidad de todos», porque aquel criterio de juicio que lleva dentro - el corazón, que para él es «razón y afecto juntos» - queda oscurecido por la confusión dominante.
Por eso, su discurso teológico no parte de un sistema de conceptos abstractos, sino de una determinada idea de hombre: un sujeto marcado por exigencias constitutivas de verdad, justicia, belleza, felicidad, que no se dejan silenciar ni siquiera cuando la cultura dominante intenta reducirlo a sus funciones.
Carrón, retomando la lección de don Luigi Giussani y el Catecismo de la Iglesia Católica, explica que en el hombre hay «algo que no deriva de la tradición biológica», sino que remite a una relación directa con el infinito. Es lo que él llama sentido religioso: la estructura elemental del yo, la necesidad de significado que ninguna respuesta parcial consigue agotar. Esta antropología no es un prólogo neutro: es ya una posición teológica. Para Carrón, de hecho, hablar de Dios implica siempre tomar en serio «el modo en que el hombre siente, desea, sufre». Una fe que no despierta al sujeto humano, que no vuelve a encender el corazón, está destinada a volverse marginal o puramente moralizante.

El cristianismo como acontecimiento que sucede en la historia
Sobre este trasfondo antropológico, Carrón sitúa su cristología. La palabra clave es «acontecimiento». Afirma que «la naturaleza del cristianismo es ser un acontecimiento. No existe otra palabra que lo defina mejor». El cristianismo, por tanto, no es ante todo una doctrina, una moral, una tradición cultural o un sistema de valores; es un hecho: el Verbo que se ha hecho carne en Jesús de Nazaret, dentro de la historia.
Carrón insiste a menudo en que el cristianismo sucede cuando el hombre «intercepta el acontecimiento cristiano en el camino de la vida» y descubre que este corresponde a sus exigencias más profundas, a su sentido religioso. No se trata entonces de adherirse a una idea, sino de ser alcanzados por una presencia: un encuentro que toma al yo y lo cambia. El punto decisivo, desde el punto de vista teológico, no es simplemente que Cristo haya existido, sino que Él es contemporáneo al hombre de hoy. Por eso Carrón plantea una pregunta: ¿cómo permanece contemporáneo Cristo? No le basta decir que Cristo es una figura del pasado a la que imitar. Sostiene que el acontecimiento cristiano permanece hoy como presencia dentro de la Iglesia, una compañía concreta de hombres y mujeres en los que se hace visible «una criatura nueva», una humanidad de otro modo inexplicable por su alegría, su libertad, su capacidad de relación con la realidad. En este sentido, la Iglesiano es solo una institución, sino el lugar en el que el Cristo viviente continúa sucediendo.
Fe, razón, experiencia: la verificación cristiana
Si el cristianismo es un acontecimiento que se ofrece al yo, la cuestión que se plantea don Julián Carrón es si es razonable adherirse a él hoy. En su libro La bellezza disarmata, el sacerdote español retoma de forma muy explícita el diálogo de Ratzinger con la modernidad. Observa, citando al entonces cardenal, que la crisis de la predicación cristiana depende del hecho de que «las respuestas cristianas descuidan las preguntas del hombre» y, por ello, no inciden en la vida real de quien las escucha. Si la fe se presenta como un paquete de respuestas que no nacen de las preguntas del corazón, acaba en los márgenes. Su propuesta teológica es muy exigente: el sentido religioso no es solo un peldaño que hay que superar para llegar a la fe, sino que permanece como medida permanente. Como ha escrito Carrón, «un sentido religioso vivo representa una verificación de la fe», porque la fe debe demostrar que es capaz de iluminar y cumplir las exigencias de la razón, del afecto, de la libertad. En otras palabras, la fe es continuamente «llevada ante el tribunal de la experiencia»: si no resiste el impacto de la vida, se vuelve inverosímil.
Esto no significa, en sus intenciones, entregar todo al capricho subjetivo. Significa más bien que la verdad de la fe se reconoce desde dentro de una experiencia que aparece más humana: más correspondiente al corazón, menos reductiva de la razón. Carrón pide al cristiano que verifique si el encuentro con Cristo ensancha el horizonte, potencia la inteligencia de la realidad, sostiene la libertad. Es una posición misioneramente potente, porque toma en serio la libertad del interlocutor, pero que lleva consigo una pregunta inevitable: ¿hasta qué punto la «experiencia» sigue siendo instrumento de reconocimiento y no se convierte en criterio soberano que lo juzga todo, dogma incluido?
Ensanchar la razón, salvar la libertad
Carrón vincula este protagonismo de la experiencia a su lectura de la crisis occidental. A su juicio, Occidente vive una crisis de la razón y una crisis de la libertad. Por un lado, denuncia la reducción de lo racional a lo que es técnicamente medible: cuando la razón se convierte en pura función científica, «la razón y el conocimiento ya no tienen relación con la vida» y las grandes preguntas sobre el sentido son expulsadas al ámbito de lo subjetivo, de lo privado e irrelevante. Por otro lado, Carrón ve que la cultura dominante absolutiza la libertad entendida como ausencia de vínculos y, al mismo tiempo, la vacía de contenido: una libertad sin meta, que no sabe por qué vale la pena vivir. Frente a esta caricatura, propone una visión cristiana en la que la libertad es capacidad de decir que sí al propio cumplimiento, respuesta arriesgada a una atracción. En sus escritos esto resulta muy claro: el Misterio ha aceptado el riesgo de crear un hombre libre porque solo una libertad atraída, no forzada, puede amar. De ahí deriva su convicción de que el cristianismo ensancha la razón y salva la libertad. Ensancha la razón porque introduce en la historia un hecho - Jesucristo - que permite a la razón medirse con la totalidad de lo real, no solo con el segmento técnico. Salva la libertad porque la pone delante de una belleza que pide adhesión, no obediencia ciega. Allí donde el cristianismo se reduce a deber o a código, la libertad se rebela; donde se percibe como acontecimiento fascinante, la libertad puede finalmente encontrar una dirección no impuesta.
La Iglesia como compañía y la “belleza desarmada”
El libro La bellezza disarmata, que Carrón escribe en 2015 mientras Europa atraviesa una fase de desorientación cultural y crisis económica, es una síntesis del método que propone a la Iglesia. El sacerdote, entonces al frente de Comunión y Liberación, recoge en ese momento histórico una serie de intervenciones y lecciones en un volumen que se convierte en una especie de síntesis orgánica de su pensamiento teológico. El contexto en el que Carrón elige publicar este texto es el de un Occidente cansado, marcado por la caída del deseo y la desconfianza en las instituciones. La pregunta de fondo que lo recorre es clara: ¿puede la fe cristiana seguir diciendo algo razonable, creíble y público en la época del relativismo y del nihilismo blando?
Ante una sociedad pluralista, sostiene que la presencia cristiana no puede fundamentarse en el poder, en los números, en la hegemonía cultural. Debe confiar más bien en la fuerza de atracción de una belleza desarmada, una belleza que no necesita defensas armadas porque se impone por sí misma.
Carrón escribe que la propuesta evangélica debe aparecer «más sencilla, profunda, irradiante» y que lo que convence no es la presión cultural, sino el cristianismo vivido como «acontecimiento cargado de atractivo, que toma al hombre por su belleza». La Iglesia, explica, debería ante todo generar lugares en los que se vea una humanidad distinta: relaciones más libres, trabajo vivido como vocación, afectos no reducidos a posesión, uso del dinero no idolátrico. Este testimonio vale más que cualquier estrategia de comunicación.
Es precisamente por eso que Carrón cuida mucho no convertir a la Iglesia en un sujeto político más entre otros - y veremos que este será el punto sobre el que algunos han comenzado una batalla sin piedad contra el sacerdote español dentro del movimiento -. La tarea principal de la Iglesia, insiste, no es ocupar espacios en el debate público, sino generar un pueblo: hombres y mujeres libres en los que Cristo esté visiblemente en acción. Sobre este trasfondo se hacen más inteligibles sus afirmaciones sobre la política y sobre los católicos comprometidos en la vida pública.

Ética, afectividad y crisis del yo: un paso decisivo
Un banco de prueba concreto de la teología de Carrón es su lectura de la crisis de la familia y de la afectividad. Cuando aborda el tema del matrimonio, Carrón evita el tono puramente defensivo que caracteriza a un cierto sector de pseudo «católicos»: aquel formado por quienes, como Silere non possum ha mostrado a menudo, entran en la Iglesia porque la perciben como un lugar de poder, donde obtener cargos y tejer relaciones útiles para alcanzar puestos. En este clima, sus ideas políticas, a menudo muy intransigentes con los demás pero cuidadosas de no poner de relieve sus propias grietas, quedan de hecho cubiertas y legitimadas mediante un uso selectivo y distorsionado del Evangelio.
Carrón sustrae al movimiento de este círculo mortífero, que ha expuesto la obra innovadora de don Giussani a no pocas críticas a lo largo de su historia, y decide afrontar estas cuestiones con lucidez. El sacerdote español explica que la fragilidad de las relaciones no es solo fruto de malas leyes, sino de la crisis más profunda del yo: sin un sujeto educado, ni siquiera las legislaciones más favorables al matrimonio logran impedir la deriva.
Carrón recuerda que «no han bastado las buenas leyes» para mantener viva una visión cristiana del hombre, y cita como prueba el hecho de que, en contextos jurídicamente «protegidos», la mentalidad dominante se ha desplazado igualmente en sentido contrario. De ahí la convicción de que las estructuras son útiles, pero no suficientes: «el hombre nunca puede ser redimido simplemente desde fuera». La educación del yo, la generación de personalidades adultas y libres, vale más que cualquier entramado normativo. Esta línea de pensamiento, aplicada a la ética privada, es trasladada por Carrón al terreno de la política, con todas las consecuencias del caso.
Acontecimiento antes que valores: la crítica al «cristianismo político»
Cuando Carrón habla de política, no empieza por las estrategias, sino por un juicio sobre cómo los cristianos han vivido a menudo su relación con la vida pública. Señala, con razón, que en una parte del mundo católico la defensa de los valores ha terminado, en muchos casos, por pesar más que el anuncio mismo de Cristo. Habla de un «intercambio entre antecedente y consecuente», en el que se ha intentado salvar la civilización cristiana preservando sus principios éticos, mientras que la fuente – el acontecimiento de la Gracia – quedaba de hecho entre paréntesis.
En este contexto, Carrón recupera la expresión de Rémi Brague sobre el «cristianismo cristianista»: un cristianismo «privado de la Gracia», reducido a un sistema de normas y de valores que hay que imponer o proponer culturalmente. Frente a esta deriva, afirma que «la savia vital de los valores de la persona no son leyes cristianas ni estructuras jurídicas y políticas confesionales, sino el acontecimiento de Cristo».
Esto no significa que los valores sean irrelevantes, sino que deben ser recolocados en su sitio: vienen después. Antes está el encuentro con Cristo, que genera un yo nuevo; de este yo y de la vida de un pueblo brotan con el tiempo formas jurídicas, culturales y políticas coherentes. Allí donde se intenta la operación inversa – salvar el cristianismo por medio de la ley – se termina, explica Carrón, produciendo un endurecimiento estéril y a menudo contraproducente.
Y es precisamente esta actitud de algunos pseudo «católicos» la que no solo aleja a las personas, sino que además las empuja – con toda legitimidad – a examinar con lupa la vida de quienes gritan en nombre de los «valores tradicionales» y juzgan a todos. Así queda claro que quien predica Dios, Patria y Familia tiene a menudo muy poco que enseñar: utiliza la Iglesia y el nombre de Dios para avalar sus propias ideas políticas, no defiende de verdad la patria a partir de los más débiles, sino que se alinea con los más fuertes y los más ricos, y sobre la familia tiene escasa credibilidad, porque su vida es con frecuencia más desordenada que la de muchos a los que pretende amonestar.
El compromiso político: necesario pero «katechóntico»
A pesar de esta crítica al «cristianismo político», Carrón no es en absoluto neutralista. Al contrario, es muy tajante al afirmar que el cristiano no puede retirarse de la vida pública. Como ha escrito, «quien está comprometido en la escena pública, en el ámbito cultural o político, tiene el deber, como cristiano, de oponerse a la deriva antropológica actual». El compromiso en la política y en la cultura «sigue siendo necesario», especialmente allí donde se deciden los destinos del bien común.
Sin embargo, Carrón precisa que hoy este compromiso adquiere, «en sentido paulino, predominantemente un valor katechóntico», es decir, un papel de freno y de contención. Los cristianos en política, según él, están llamados a ejercer una función «crítica y de contención, dentro de lo posible, de los efectos negativos de los puros procedimientos y de la mentalidad que es su causa». En un sistema que reduce todo a procedimientos democráticos desligados de cualquier idea de verdad, ya es mucho lograr limitar los daños.
Carrón no se hace ilusiones sobre la capacidad salvífica de la política. A su juicio, no se puede pretender que de ella nazca «la renovación ideal y espiritual de la ciudad de los hombres»: esta tarea corresponde a «una humanidad nueva generada por el amor a Cristo». Las leyes pueden ayudar, frenar, corregir, pero no pueden sustituir la fuente. Aquí reaparece, de otro modo, la crítica al pelagianismo político: pensar que basta una buena ingeniería legislativa para regenerar el tejido humano de una sociedad.

El otro como bien: un principio político y eclesial
Uno de los pasajes más interesantes del pensamiento de Carrón sobre la política se refiere al modo de concebir al otro, sobre todo cuando es adversario. Partiendo de la experiencia cristiana de comunión, sostiene que sin la conciencia de que el otro es un bien para mi vida no es posible salir de la actual crisis de las relaciones personales y sociales. Escribe que, si no encuentra lugar en nosotros «la experiencia de que el otro es un bien para la plenitud de nuestro yo», tanto en la política como en las relaciones humanas será imposible construir una convivencia distinta.
Esta afirmación no queda en lo genérico. Carrón la aplica directamente a los políticos católicos, subrayando que «los primeros» llamados a vivir esta lógica son precisamente ellos. Y observa, con cierta amargura, que «muchas veces aparecen más definidos por sus alineamientos partidistas que por la autoconciencia de su experiencia eclesial y por el deseo del bien común». En otras palabras, muchos católicos comprometidos en política parecen estar más formados por la cultura de su partido que por la experiencia viva de la Iglesia. Y es la experiencia que hacemos a menudo cuando criticamos o aplaudimos una decisión de tal o cual político y asistimos a la reacción de ese sector de pseudo-tradicionalistas que se alza como si se hubiera lesionado la majestad de su líder de turno.
Aquí está el nudo: pertenecer a un partido no significa tener siempre razón, ni implica que cada una de sus propuestas sea buena solo porque está «más que otras» cerca de los «valores católicos». Si el criterio pasa a ser la carné del partidoen vez de Cristo y su Evangelio, no se va a ninguna parte: no se lleva nuestra experiencia de fe, se practica únicamente una forma de pertenencia ideológica disfrazada de religión. Carrón observa también que, cuando la consistencia de una persona se deposita únicamente en la política, esta tiende a aferrarse al poder y al conflicto como única forma de supervivencia pública.
Si, en cambio, la identidad profunda está enraizada en otra parte – en la pertenencia a Cristo y a la Iglesia -, la política puede convertirse en un ámbito de responsabilidad y de servicio, no en el lugar donde uno se juega su valor último. También aquí reaparece el vínculo teológico: solo un yo regenerado por el acontecimiento cristiano es capaz de vivir la política sin idolatrarla.
Iglesia y política: roles distintos, pero no separados
A partir de estos presupuestos, Carrón extrae una clara distinción entre la tarea de la Iglesia como tal y la tarea de los cristianos individuales en la vida pública. La Iglesia, a su juicio, no debe «intervenir en la arena política como una parte más», presentándose como un actor de parte en competencia con otros. Su misión específica es otra: mostrar, a través de la vida del pueblo cristiano, la verdad del hombre y de Dios, generando personas capaces de responsabilidad y de libertad.
Los cristianos comprometidos en política, por el contrario, están llamados a traducir, según las reglas de la democracia y a la luz de la doctrina social de la Iglesia, aquello que su experiencia de fe ha verificado como bueno para la convivencia. En un contexto pluralista, no pueden pretender imponer soluciones confesionales, pero tampoco renunciar a dar razón de la positividad de la visión cristiana del hombre. Su originalidad no consiste en exhibir una etiqueta católica, sino en introducir en la vida pública una mirada distinta sobre el hombre y sobre el otro.
Un balance: fuerza e interrogantes del pensamiento de Carrón
Es claro que el pensamiento teológico de Carrón se presenta como un intento coherente de repensar el cristianismo en la época de la crisis de Occidente. Su insistente afirmación del primado del acontecimiento sobre cualquier sistema de valores y normas evita tanto el repliegue intimista como el sueño de una restauración jurídica cristiana. Su idea de belleza desarmada libera la fe de la tentación del poder y relanza con fuerza el camino del testimonio.
La lectura katechóntica de la política ayuda a no cargar al Estado y a las leyes con expectativas salvíficas que no pueden cumplir. Para Carrón todo se juega en un punto: ¿qué es lo que genera realmente un sujeto capaz de estar en la historia – y, por tanto, también en la política – sin ceder ni al resentimiento ni a la resignación, sino llevando una presencia real, libre y desarmada? Su respuesta parece clara: solo un cristianismo vivido como experiencia fascinante y razonable, como acontecimiento que sucede hoy, puede producir hombres y mujeres capaces de una presencia pública a la altura de los desafíos de nuestro tiempo.
M.P. y d.E.V.
Silere non possum