Ciudad del Vaticano – «Han llegado a este Dicasterio algunas denuncias». Anoten esta frase: desde el 29 de mayo de 2018 hasta hoy ha operado como un mantra, repetido hasta convertirse en una cantinela martilleante para muchos miembros de la Fraternidad de Comunión y Liberación y de la Asociación laical Memores Domini.

Esa fórmula, en los hechos, se ha transformado en lenguaje de gobierno. También así, en estos años, todo el movimiento de Comunión y Liberación ha sido empujado a modificar su mirada sobre la realidad: de la mirada sobre la persona –la mirada que el Gius enseñó transmitiendo aquella mirada sobre el hombre que tenía Jesús– a un léxico hecho de «han dicho que», «quizá ocurrió», «han llegado denuncias, por tanto algo hay», hasta las alusiones a «cosas indecibles» atribuidas, «quizá pero no se sabe», a Fulano, Mengano o Zutano. Estamos ante un método de gobierno que, aun habiendo orientado decisiones y prácticas a lo largo de un entero pontificado, permanece distante de un criterio evangélico. Sirve sobre todo para gestionar el disenso y para cerrar de manera expeditiva aquello que no se quiere –o no se logra– afrontar con el derecho y con la caridad. El punto decisivo es técnico: esta fórmula no registra un hecho. No delimita un cargo. No aclara quién denuncia, qué denuncia, en qué circunstancias, con qué comprobaciones, ni a quién se atribuyen eventuales responsabilidades. Produce, en cambio, un efecto preciso: construye un contexto, un ambiente de poder, un marco en el que la sola existencia de «denuncias» se vuelve suficiente para activar medidas, revisiones, llamamientos. Es desde este punto neurálgico que hay que partir para hacer verdad sobre esta historia. Cuando una denuncia permanece anónima, no es verificable y no es sometida a un examen capaz de constatar su consistencia, deja de ser un elemento instructorio y se convierte en una palanca. Activa decisiones sin que las personas implicadas puedan conocer el origen de la acusación, evaluar la credibilidad de las imputaciones, rebatirlas con elementos contrarios y defenderse dentro de un procedimiento canónico reconocible, con garantías, plazos, actos y responsabilidades. En un mecanismo de este tipo, el centro de gravedad ya no es el hecho, sino el clima; y el clima, cuando encuentra apoyos adecuados, termina por pesar más que las pruebas. Aquí no estamos ante una simple opinión o una toma de posición de un diario, de un político, de un comentarista: hablamos de un organismo oficial de la Santa Sede que actúa sobre personas, sobre seres humanos que han donado su vida a Cristo dentro de un movimiento. Alguien puede imaginar que «Dicasterio», «Iglesia», «Vaticano», «Santa Sede» sean espacios en los que ejercer poder como en un juego, entrando y saliendo a placer –dinámica típica de ciertos ambientes laicales. Para quien ha donado toda su vida a la Iglesia, para un sacerdote aún más que para un laico consagrado, no funciona en absoluto así. Su vida depende, en todo y por todo, de esta autoridad. Un órgano oficial debe actuar según derecho, dentro de reglas claras y verificables. Sería impensable que un ciudadano italiano fuese convocado por la policía para dar explicaciones sobre la base de una denuncia-querella que, sin embargo, «no podemos mostrártela». El mismo principio debe valer también para un Dicasterio: lo exige la justicia, lo impone el Código de Derecho Canónico, lo reclama la tutela concreta de las personas implicadas.

Carrón y el papa Francisco

Procedamos con orden. En febrero de 2018, durante una audiencia privada con el papa Francisco, don Julián Carrónpone sobre la mesa un dato que considera ya evidente: dentro del movimiento se percibe una dificultad para seguirlo, y esa tensión crecía desde 2015. Madura precisamente en los ambientes que, mientras lamentan dificultades y malestares, entretanto ya han activado una red de conocimientos y amistades para llegar directamente al Papa, obteniendo audiencias y haciendo llegar cartas luego canalizadas al Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida; un paso que se sitúa en el contexto en el que, en noviembre de 2017, Francisco nombra a Linda Ghisoni Subsecretaria del mismo Dicasterio, figura ligada por relaciones personales a Andrea Perrone, conocido con ocasión de diversos encuentros promovidos por el Centro de Estudios sobre las Entidades Eclesiásticas y otras entidades sin fines de lucro de la Università Cattolica, del que Perrone es presidente. Al final de esa audiencia, Carrón concentra todo en una pregunta que pide orientación y medida: «si tuviera algo que decirme, porque nosotros no deseamos otra cosa que seguirle». En el trasfondo vuelve un episodio del año anterior (2017): la donación de la Fraternidad de CL al Papa tras las peregrinaciones del Jubileo de la Misericordia y la respuesta de Francisco con una carta sobre la pobreza, un agradecimiento que se convierte inmediatamente en un llamamiento a un estilo, a un desprendimiento concreto, a una conversión del modo de mirar y usar las cosas; Carrón lo afirma sin ambigüedad, reconociendo que aquella carta «dictó el contenido de los últimos Ejercicios de la Fraternidad», donde, en abril de 2017, la pobreza es asumida como palabra-criterio porque remite a lo esencial: «describe lo que tenemos verdaderamente en el corazón: la necesidad de Él».

El inicio de un Calvario

En la audiencia privada de febrero de 2018, Carrón plantea al Papa también una cuestión de gobierno: con el mandato destinado a expirar en 2020, pregunta a Francisco qué camino emprender; Bergoglio lo exhorta: «Tenemos enemigos comunes, siga adelante». Pocas semanas después, en abril de 2018, en los Ejercicios espirituales de la Fraternidad en Rímini, con el tema: «He aquí, hago una cosa nueva: ¿no la percibís?», es invitado el cardenal Kevin Joseph Farrell, Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida: en el encuentro no plantea ninguna objeción; al contrario, ofrece palabras de confirmación, hasta decir - con un italiano que él mismo define como «especial» - que «vosotros sois la presencia de Cristo en el mundo» y que la tarea confiada es «ser la presencia real de Cristo en el mundo». En esa ocasión, quienes lo acompañaron en automóvil a los Ejercicios fueron precisamente Andrea Perrone y Mario Molteni. Al cardenal ya le había sido entregada una narración preparada, pero durante aquellos días no buscó un contraste directo con don Carrón, no pidió un coloquio reservado, no convocó personas para escuchar a fin de verificar, pedir comprobaciones, confrontar versiones. No inició ninguna instrucción, no dejó traslucir la urgencia de una profundización: nada que hiciera intuir la llegada de un paso decisivo. Por eso, cuando los Ejercicios concluyeron, en Comunión y Liberación nadie imaginaba que, poco después, una intervención cambiaría la vida entera del movimiento, incidiendo en la vida de muchos y abriendo una larga temporada, marcada por sufrimientos y laceraciones internas.

El 29 de mayo de 2018, desde el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida sale una carta “PERSONAL/RESERVADA” que reproduce un guion ya visto en muchas comunicaciones curiales: tono paternalista, construcción cuidadosa, léxico pulido para hacer digerible lo que está por llegar. Se comienza con una parte benevolente, se recuerdan incluso las «felicitaciones» por la audiencia privada de febrero con el Papa y se reconoce el valor del trabajo de la Fraternidad. Luego se activa la fórmula que, como de costumbre, llega como una hoja afilada: «me encuentro… en la necesidad de notificarle» que habrían llegado denuncias de miembros de Memores Dominisobre una presunta disconformidad entre el Directorio 2013 y el Estatuto. Es aquí donde el texto empieza a crujir: la intervención se presenta como una reacción técnica a denuncias internas, pero sin indicar hechos, nombres, circunstancias, sin delimitar un cargo controlable y sin ofrecer un perímetro verificable sobre el que se pueda realmente discutir. Y, sin embargo, en el primer punto, el Dicasterio llega de inmediato al verdadero blanco, definiendo como «problemático» el dato personal de Carrón –la coincidencia entre Presidente de la Fraternidad y Consejero eclesiástico de Memores– y transformando en cuestión súbitamente dirimente un arreglo conocido, practicado y nunca formalmente impugnado durante años: un paso que se asemeja menos al descubrimiento de una irregularidad y más al inicio de un cambio de línea, preparado con un lenguaje que suena neutral mientras desplaza el eje de la norma a la persona.

El Dicasterio declara haber «examinado con especial cuidado» el Directorio, comparándolo con el Estatuto y con el Directorio precedente (1989), y construye dos niveles de impugnación: por una parte el arreglo de gobierno y de carisma (responsabilidad sobre el «camino educativo», garantía de la «inmanencia» en la Iglesia, rol «principal y último» del Consejero eclesiástico); por otra, el terreno más sensible y además muy noble - conciencia, reserva, distinción entre fuero interno y fuero externo – hasta evocar el riesgo de abusos de autoridad y llamar a colación, como sello moral, una frase del papa Francisco sobre el abuso grave de mezclar los dos fueros. El punto crítico, sin embargo, es que esta arquitectura preventiva prepara la intervención sin tener que demostrar un abuso concreto: la categoría del abuso se introduce como posibilidad sistémica, mientras que la petición final realinear» y presentar una propuesta de modificación) asume la forma de una invitación y la sustancia de un mandato, colocando a Carrón en una posición asimétrica: debe responder y adecuarse; por tanto, ya está dentro del perímetro de la vigilancia.

Las criticidades de la intervención

Hay algunas cuestiones que deben aclararse de inmediato, y quien lo hace es un portal de información que desde hace años conduce investigaciones sobre los abusos de conciencia. Un portal que no se ha dejado intimidar por las presiones ejercidas para impedir la publicación de noticias sobre el caso Rupnik y que fue el primero en romper el silencio sobre este caso complejo; un portal que, con la misma continuidad, denuncia derivas abusivas también por parte de algunos obispos en perjuicio de presbíteros. Un portal que desde hace años explica cuán necesario es prevenir con formación afectiva y humana, tanto en los seminarios como en las realidades laicales. Llegados a este punto es necesario separar los planos, sin ambigüedades. Una cosa es un abuso impugnado, probado y circunstanciado. Otra cosa es la tentación de construir una especie de psico-policía: un dispositivo que no afronta los abusos, sino que termina por golpear a los “enemigos” sobre la base de la hipotética posibilidad de que «quizá», «quién sabe», «podría» verificarse un abuso. El resultado, en ese caso, no es la tutela de las personas, sino la producción de un clima útil para justificar intervenciones ya decididas de antemano por motivaciones completamente distintas de los abusos.

También en esta intervención del Dicasterio, si el objetivo hubiese sido realmente corregir un texto que potencialmente podía abrir márgenes de abuso, no habría habido ningún problema: la vigilancia sobre las normas, cuando se conduce con criterios transparentes, es parte de un gobierno responsable. Corresponde, además, precisamente al Dicasterioesta tarea y «prevenir es mejor que curar». El problema – y lo mostraremos sobre la base de documentos, grabaciones de audio del prefecto Farrell y de los Subsecretarios con Memores Domini, grabaciones de audio de coloquios del Santo Padre Francisco y muchos otros contenidos– es que esa intervención no apuntaba de manera sustancial a la modificación del Directorio o del Estatuto. Apuntaba a otra cosa: llegar a un nudo de personas y de arreglos, eliminando a quien resultaba incómodo para alguien en su ejercicio del poder.

El Dicasterio sostiene haber examinado con «especial cuidado» el Directorio y el Estatuto. Y, sin embargo, más que una lectura atenta, lo que emerge es la impresión de una remoción de la historia del movimiento, de la Fraternidad y de la Asociación laical Memores Domini. Las valoraciones asumidas parecen, de hecho, reproducir casi sin filtro las argumentaciones que Perrone, Molteni, Cesana y otros presentaron de modo instrumental para abrir una brecha en el Dicasterio, apoyándose en un tema ciertamente delicado y hoy particularmente sensible en el debate eclesial. El punto es simple: si esas impugnaciones hubieran sido sometidas a quien conoce de verdad la historia de Comunión y Liberación, difícilmente habrían producido el efecto que produjeron. La peculiaridad de algunas normas era conocida, discutida y evaluada en los niveles más altos: por Benedicto XVI y por el cardenal Stanisław Ryłko, entonces Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos.

Por ello, la pregunta que alguien debería haber formulado de inmediato a estos «ilustres abogados» y «eminentes defensores de la Doctrina católica» es elemental: si el texto fue aprobado en 2013, ¿por qué estas instancias llegan solo en 2018? Y, si realmente se hubiese querido actuar de modo evangélico (Mateo 18,15-18) y ordenado, un paso preliminar habría sido inevitable: ¿presentaron estas observaciones al Consejo Directivo? Porque aquí hay un detalle decisivo que parece haber sido convenientemente dejado de lado: el Directorio no fue aprobado por el Consejero eclesiástico, sino por el Consejo Directivo. Y es allí donde, antes de llamar a las puertas romanas, debería haberse abierto el contraste.

Entre 2013 y hasta septiembre de 2016, en Roma era difícil «llamar» con ciertas instancias: al frente del entonces Pontificio Consejo para los Laicos estaba el cardenal Stanisław Ryłko, que conocía de cerca la historia de Comunión y Liberación y la figura de don Luigi Giussani. Ryłko, hombre de confianza de san Juan Pablo II y luego mantenido en su cargo también por Benedicto XVI, siguió durante años precisamente el mundo de las realidades laicales. Atravesó, como observador privilegiado, el tiempo del gran impulso a los movimientos durante el pontificado del Papa polaco y, posteriormente, la temporada de normalización y de «reintegración en filas» iniciada bajo Ratzinger. A él, después, Benedicto le asoció a su ex secretario particular.

Fueron precisamente ellos quienes firmaron, el 13 de enero de 2007, la carta (copia arriba) con la que se aprobaba el nuevo Estatuto, «discutido por el Consejo Directivo durante la reunión celebrada el 23 de noviembre en Milán». En ese documento, que acompañaba formalmente el texto estatutario, los dos prelados escribían: «Con la presente deseamos informarle que el Pontificio Consejo para los Laicos, tras un atento estudio, acoge favorablemente todas las modificaciones propuestas. En cuanto más específicamente a la nueva redacción del n. 2.2.4 del estatuto, nos complace hacerle presente que la figura del Consejero espiritual tal como ha sido delineada en el nuevo estatuto no coincide exactamente con la prevista por el can. 324, § 2 CIC. Sin embargo, comprendiendo las razones de tal propuesta, ligadas a la necesidad de asegurar una fiel adhesión al carisma recibido del difunto mons. Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, y teniendo en cuenta que ha obtenido un cordial parecer positivo de la Asamblea de los Responsables de las distintas casas, este Dicasterio ha considerado oportuno aprobar dicha modificación».

Llegados a este punto, la dinámica es clara. Si en 2013/2014 alguien hubiese llevado la cuestión al Pontificio Consejo para los Laicos, la respuesta habría llegado verosímilmente en forma de nota interpretativa, capaz de explicar las razones de esa elección y de reconducir el tema dentro de su perímetro. La vicenda, con toda probabilidad, se habría cerrado allí. Pero precisamente aquí está el nudo: puesto que las intenciones eran muy distintas de la proclamada «tutela» contra los posibles abusos de conciencia, resulta difícil imaginar que alguien se hubiera presentado entonces a llamar a esa puerta con las mismas quejas.

Todavía más allá…

La ignorancia del derecho, convertida por desgracia en una constante en los últimos años también en la Curia Romana, ha producido daños enormes: ha quebrado vidas, desestabilizado realidades enteras, y en no pocos casos ha abierto el camino a abusos y atropellos. Pero ¿cómo se puede pretender prevenir los abusos –incluso los definidos como «potenciales»– si se hace pisoteando el derecho? Es exactamente lo que ocurre cuando se actúa de modo opuesto a lo que prescribe el Código de Derecho Canónico. El can. 17 es clarísimo: «Las leyes eclesiásticas han de entenderse según el significado propio de las palabras consideradas en el texto y en el contexto; y si permanecieran dudosas u oscuras, se ha de recurrir a los lugares paralelos, si los hay, al fin y a las circunstancias de la ley y a la intención del legislador». Este es, de hecho, el enfoque adoptado por el «nuevo Dicasterio», con el «nuevo Prefecto» y la «nueva Subsecretaria». Pero si hay una lección que la Iglesia ha debido aprender en estos trece años, es precisamente esta: un pontificado no puede pretender borrar la historia, los pontificados anteriores, las experiencias maduradas y los carismas reconocidos. Y si hay algo que también el Colegio Cardenalicio ha comprendido con mayor lucidez durante el reciente Cónclave, es la urgencia de la continuidad. La vida eclesial no funciona como un ordinario cambio de gobierno, en el que una mayoría entra y reescribe todo por contraposición a quien estaba antes. No se puede trastocar la vida de las personas de un día para otro como si se tratara de una alternancia política: hoy se decide de un modo, mañana se borra todo por puro espíritu de desmentido de los predecesores.

La Iglesia no puede razonar con categorías de hinchada institucional. No es pensable proclamar un santo hoy y mañana tratarlo como el antiCristo. Y, sin embargo, en estos años se ha alimentado a menudo una dinámica que ha terminado por poner todo en cuestión, transformando la discontinuidad en criterio. Esto no se sostiene, ni teológica ni pastoralmente, porque mina la confianza y vuelve arbitrario incluso aquello que ayer había sido reconocido como peculiaridad positiva, innovadora y propia de un carisma. Si una elección es evaluada, en un determinado momento, como coherente con la identidad de una realidad eclesial, no puede utilizarse al día siguiente para sostener que «todo estaba mal» y golpear a quien había obedecido, sin una argumentación seria, documentada, y sobre todo sin respeto por las personas implicadas. Con mayor razón cuando quien lo hace es esa misma realidad que repite como un mantra que a lo que dice la Iglesia hay que obedecer porque siempre es justo. De este modo se pide obediencia a un principio y, al mismo tiempo, se lo vacía por dentro.

Porque la cuestión no se agota en los textos. En 2008 y en 2013, el Pontificio Consejo para los Laicos, siempre bajo la guía de Ryłko, nombró como Consejero eclesiástico precisamente al Presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación. ¿Por qué? ¿Qué lógica canónica y qué lectura del carisma sustentaban esa elección, si hoy la misma arquitectura se presenta como un problema a eliminar?

Si el texto se lee en su contexto –como pide el Código y como recordaban el cardenal Ryłko y el arzobispo Clemens en la carta de 2007–, el Consejero eclesiástico era considerado como parte integrante del Directorio. Las competenciasque se le atribuían no pueden extraerse como si hubieran sido un poder “separado”: entraban en una lógica de corresponsabilidad hacia la Asociación y debían interpretarse dentro de la arquitectura global prevista por Directorio y Estatuto. La impugnación del Prefecto, en cambio, ponía entre paréntesis un dato decisivo: esas disposiciones habían sido pensadas como presidio de la reserva y de la necesaria discreción en las situaciones personales más graves. Sin ese perímetro, el riesgo era la apertura de escenarios paradójicos. El asociado habría perdido, de hecho, la posibilidad de dirigirse directamente al Consejero eclesiástico. Un miembro del Directorio, llegado a conocer circunstancias delicadas, no habría tenido un canal ordenado para someterlas a discernimiento antes de que confluyeran en un circuito colegial. Y la tutela de la intimidad personal habría salido debilitada, porque cada caso se habría visto obligado a pasar por el Responsable de Casa y/o por un nivel colegial, con un daño evidente a la libertad y a la protección de la persona.

Había luego una interpretación ulterior que resultaba incomprensible: el Dicasterio terminaba por confundir el tema del gobierno de la asociación con el fuero interno. La disciplina asociativa –leída a la luz de las normas sobre las asociaciones privadas de fielesno autorizaba mezclas entre fuero externo y fuero interno, ni legitimaba la identificación impropia del fuero interno con la «conciencia» como categoría indistinta. El Consejero estaba llamado a un discernimiento serio, no a desempeñar la función de intermediario disciplinar. Por último, se descuidaba un aspecto esencial: el acompañamiento espiritual podía ser realizado por otros sacerdotes libremente elegidos. La función confiada al Consejero eclesiástico –y, con límites análogos, incluso la figura del visitor prevista por el Directorio– resultaba delimitada y no sustitutiva: no creaba un nuevo centro decisorio, no saltaba a los responsables, no instituía poderes «educativos» o «de gobierno» autónomos. Garantizaba, más bien, una presencia autoritativa y regulada precisamente en los pasajes más delicados, donde eran necesarias prudencia, tutela y responsabilidad. El 9 de febrero de 2007, el Estatuto fue aprobado por el Pontificio Consejo para los Laicos (copia publicada arriba). En ese mismo texto, en el punto 2.2.4, se leía: «El Consejo Directivo adopta sus deliberaciones con las mayorías previstas por el can. 119 del Código de Derecho Canónico y con la aprobación del Consejero Eclesiástico». A la luz de este dato, resulta difícil comprender cómo hoy se puede sostener que tales previsiones sean impropias o incorrectas. Si habían sido consideradas legítimas y aprobables entonces, ¿sobre qué base –y con qué argumentación– se volverían inaceptables hoy?

A la Iglesia se obedece

Teniendo presentes elementos que no son marginales, debe reconocerse que las observaciones del Dicasterio, consideradas en abstracto, tienen su coherencia: señalar que algunas disposiciones pueden abrir espacios a abusos de autoridad, a una posible interferencia entre fuero interno y fuero externo, o a una compresión de libertad y reserva, entra en la tarea de vigilancia. Carrón, y con él los Memores Domini, no han mostrado resistencia de principio: la obediencia no es el punto controvertido, tanto es así que se activan inmediatamente para acoger las peticiones y preparar las modificaciones necesarias. Por lo demás, el terreno evocado por el Dicasterio es el del riesgo, no el de la comprobación: como el propio Farrell ha repetido en varias ocasiones, no se impugnan abusos ocurridos, sino la posibilidad de que un andamiaje normativo los haría practicables. Es claro que quien no ha cometido abusos y quien no los ha sufrido tiende naturalmente a percibir ese riesgo como remoto, mientras que el Directorio –por lo demás– no nace de un acto personal de Carrón, sino de un trabajo elaborado en ámbito laical. El Consejero Eclesiástico lo aprobó, como prevén las mismas normas, con el Directorio completo. Texto luego sometido también a todos los Memores en Riva del Garda. Nadie levantó ninguna criticidad.
Ni siquiera aquellos que en 2018 utilizan esta excusa para poner en el punto de mira al Presidente de la Fraternidad. En ese mismo año, por tanto, tomadas en cuenta las impugnaciones del Dicasterio, los Memores se mueven para intervenir sobre las disposiciones, convencidos de que la vicenda se cerrará en el plano ordinamental.

El hecho de que «todo esto no baste», y de que la partida se desplace a otro lugar, es lo que reconstruiremos en la próxima entrega de esta investigación.

p.E.V. y M.P.
Silere non possum