Para un monje, la vida no está marcada tanto por el reloj como por la oración. Es la Liturgia de las Horas – llamada también Opus Dei, “obra de Dios” – la que da ritmo al tiempo y sentido a las jornadas. San Benito, con su Regla, comprendió su centralidad hasta afirmar: «Nada se anteponga al Opus Dei». No se trata de un simple deber o de una práctica ritual, sino de una experiencia vital que transforma el tiempo en ofrenda a Dios. La Liturgia de las Horas no pertenece exclusivamente a los monjes: es oración de toda la Iglesia, voz de Cristo que continúa alabando al Padre a través de los salmos, en la comunión de los fieles. Pero en el monasterio alcanza su forma más pura y radical, convirtiéndose en la columna vertebral de una vida totalmente entregada a Dios.
Prolongación de la Eucaristía
La Liturgia de las Horas no es un conjunto de fórmulas devocionales, sino una oración eclesial, celebrada en nombre y por cuenta de toda la Iglesia. Su esencia es doble: por un lado, es una alabanza que sube hacia Dios; por otro, una gracia que desciende sobre el hombre. En los salmos – que constituyen su parte más consistente – se entrelazan la voz de la humanidad que clama y la de Cristo que intercede. El monje, al rezarlos, no expresa solo a sí mismo, sino que se une al Hijo unigénito que continúa dirigiéndose al Padre.
Esta dimensión teológica evidencia un doble movimiento: ascendente, porque la Iglesia eleva su canto a Dios; y descendente, porque Dios santifica a quienes participan en la oración. Por ello, la Liturgia de las Horas no es ritualismo estéril: es encuentro real, transformación, experiencia de gracia. Además, posee una clara dimensión comunitaria: es oración del pueblo de Dios, no del individuo aislado. En el coro monástico, las voces de los monjes se convierten en una sola voz que se eleva al cielo. Es un diálogo filial, donde el individuo descubre que está insertado en un “nosotros” que lo trasciende.
Finalmente, la Liturgia de las Horas está profundamente vinculada con la Eucaristía. Si esta es el culmen de la vida cristiana, el Opus Dei es su prolongación a lo largo del día. Tras haber recibido a Cristo en el sacramento, el monje continúa viviendo en Él mediante la alabanza de las Horas, como un respiro que prolonga el encuentro sacramental.
Silere non possum CopyrightDe la sinagoga al claustro
La Liturgia de las Horas no surge de la nada, sino que hunde sus raíces en la oración judía. En el templo de Jerusalén, y después en las sinagogas, la mañana y la tarde se consagraban a Dios mediante sacrificios y salmos. Los cristianos, herederos de esta tradición, mantuvieron ese ritmo cotidiano, transformándolo a la luz de la Pascua de Cristo.
Ya en el siglo I, la Didaché recomendaba rezar el Padre nuestro tres veces al día. En el siglo II, Clemente de Alejandríarecordaba las horas tercera, sexta y nona como momentos privilegiados de oración, vinculándolas al misterio de la Trinidad. Tertuliano y Orígenes, en el siglo III, ofrecieron fundamentos bíblicos a estos horarios, relacionándolos con los acontecimientos de la vida de los apóstoles y con la pasión del Señor. Cipriano de Cartago subrayaba el valor de las laudes matutinas, como celebración de la resurrección de Cristo, sol de justicia. En el siglo IV, la peregrina Egeriadescribió con detalle la liturgia que había visto en Tierra Santa, marcada por vigilias nocturnas, salmos e himnos, con especial solemnidad los domingos. Fue entonces cuando la oración cotidiana tomó forma más estable, diferenciándose en oficio catedralicio, celebrado en las ciudades, y oficio monástico, más largo y austero, practicado en los monasterios.
La Regla de san Benito, en el siglo VI, dio una configuración definitiva a la Liturgia de las Horas monástica, insistiendo en la primacía de la oración sobre cualquier otra actividad. Desde entonces, el monacato occidental custodió y transmitió esta tradición, que el Concilio Vaticano II quiso devolver también a los laicos como parte viva de la vida eclesial.
Santificar el tiempo
La Liturgia de las Horas no es solo memoria de una antigua disciplina, sino una escuela de vida espiritual. Educa al monje a reconocer la primacía de Dios, librándolo del riesgo de la autorreferencialidad. Es una oración alocéntrica: invita a salir de sí mismo para dirigir la mirada al Otro y a los demás.
Rezar las Horas significa también santificar el tiempo. El día deja de ser un fluir anónimo de horas para convertirse en una trama que se abre y se cierra en la oración. Mañana y tarde se transforman en símbolos pascuales: la luz que nace recuerda la resurrección, y el ocaso del sol evoca la pasión. Así, cada instante pasa a formar parte de la historia de la salvación, y el tiempo mismo se convierte en don.
La Liturgia de las Horas es además una acción teándrica, es decir, una acción en la que Dios y el hombre obran juntos. A través de los salmos y de las lecturas bíblicas, es Cristo mismo quien ora en nosotros, y nosotros quienes nos unimos a Él. No es, por tanto, un simple deber que cumplir, sino un evento sacramental que transforma a quien participa. Para el monje, esto significa que toda su existencia se moldea en un ritmo que alterna trabajo manual, silencio y oración coral. No es una huida del mundo, sino un modo de llevar ante Dios la voz de toda la humanidad. En coro, el monje se convierte en voz de la Iglesia universal: presenta al Padre alegrías y dolores, súplicas y agradecimientos, en comunión con los hermanos.

Gestos concretos para celebrar
Concretamente, la Liturgia de las Horas monástica está compuesta por momentos fuertes: laudes por la mañana, vísperas al anochecer, completas antes del descanso, el oficio de lecturas y las horas menores (prima, tercia, sexta, nona) a lo largo del día. Cada hora posee una estructura que alterna salmos, himnos, lecturas bíblicas, silencio y oraciones.
La tradición monástica siempre concedió gran importancia al canto, en particular al gregoriano, que no es un adorno estético, sino un camino para entrar más profundamente en el misterio de la oración. No menos importante es el silencio que acompaña a los salmos: pausas breves e intensas, capaces de dejar sedimentar en el corazón la palabra proclamada.
Un rasgo característico es la statio, la breve pausa que los monjes realizan antes de entrar en el coro: es un tiempo de recogimiento que los dispone interiormente al encuentro con Dios. Estos gestos concretos muestran que la Liturgia de las Horas no se “recita”, sino que se celebra: exige atención, cuidado, participación interior. Es un servicio ofrecido a Dios y a la comunidad, que pide ser vivido con seriedad y conciencia.
Del cronos al kairós
La Liturgia de las Horas es, para el monje, más que un compromiso: es el aliento mismo de la vida. Cada hora, cada salmo, cada silencio se inserta en una trama que une el tiempo con lo eterno. En ella, el monje no reza solo: lleva ante Dios la voz de la Iglesia y del mundo entero.
Así, el tiempo puede ser transfigurado y habitado por la alabanza, y la vida no transcurre como simple cronología, sino que se convierte en kairós, tiempo de gracia. La Liturgia de las Horas es, entonces, verdaderamente el “Opus Dei”: obra de Dios en el hombre y del hombre en Dios. Es una invitación a descubrir que nada, ni siquiera el tiempo, nos pertenece realmente, porque todo es don que debe ser restituido.
p.E.A.
Silere non possum