«Si quieres la paz, prepara la paz», exhortaba Don Primo Mazzolari. En una época en la que los gobiernos europeoshablan con soltura de rearme y de nuevas guerras, y las industrias armamentísticas viven una época dorada, el Evangelio sigue proclamando la única palabra incómoda, verdaderamente incómoda: paz. Y nos interpela: ¿puede haber paz verdadera sin desarme?
«¿Cómo se puede seguir traicionando los deseos de paz de los pueblos con las falsas propagandas del rearme, en la vana ilusión de que la supremacía resuelva los problemas en lugar de alimentar el odio y la venganza? La gente es cada vez menos ignorante de la cantidad de dinero que acaba en los bolsillos de los mercaderes de la muerte y con el cual se podrían construir hospitales y escuelas; ¡y en cambio se destruyen las ya construidas!» se preguntó León XIV al hablar a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Reunión de las Obras para la Ayuda a las Iglesias Orientales (ROACO).
Don Primo Mazzolari ya lo había comprendido en la posguerra: toda guerra, incluso la “defensiva”, es una trampa para los pobres, una ofensa a Dios y al hombre, una traición al Evangelio. Si la guerra es un pecado, escribía, nadie tiene derecho a declararla, ni siquiera un parlamento. Y quien ordena matar, «le roba a Dios lo que es de Dios».
No se trataba de una huida espiritualista de la historia. Era la más profunda inmersión en la historia a la luz de lo Eterno. «La paz es la salud de un pueblo», escribía, y así como un padre desea la salud para su hijo, quien ama a la patria debe cuidar su paz. Pero ¿cómo lograrlo si la lógica armada – aún hoy – domina las cancillerías occidentales? ¿Cómo lograrlo si cada crisis se vive como una oportunidad para justificar nuevos gastos militares?
La guerra es siempre un crimen, el rearme una profecía al revés
«Aparte de que la guerra es siempre criminal…». Así comenzaba uno de los textos más radicales y proféticos de Mazzolari. Criminal, sí, porque se recurre a la fuerza para resolver una cuestión de justicia; desproporcionada, porque pretende alcanzar la paz a través de la sangre; anti-humana, anticristiana, porque mata la fraternidad. Todos lo saben, pocos lo dicen. Y ese es el paradójico drama de quienes aclamaban al Papa porque era “bueno, cercano a la gente, innovador”, pero lo censuraban cuando hablaba de una “tercera guerra mundial a pedazos”.
Y sin embargo, aún hoy se sigue confiando en el mito de la guerra justa. Pero ¿quién decide cuál lo es? ¿Quién establece cuándo es defensiva y cuándo no? ¿Quién autoriza a un pueblo a convertirse en juez y verdugo? La verdad es que toda guerra es fratricidio, y como tal, decía Mazzolari, o se condenan todas, o se aceptan todas.
Y aquí la pregunta se vuelve abrasadora: ¿podemos realmente predicar la paz y al mismo tiempo justificar los arsenales? ¿Podemos aplaudir al Papa que se presenta al mundo diciendo «la paz sea con vosotros» y firmar contratos millonarios por drones, tanques y bombas de racimo?
Mazzolari no tenía dudas: rearmarse significa prepararse para la guerra. Es una profecía al revés: en lugar de anunciar el Reino, se prepara el infierno. «En cierto momento – decía Napoleón – los fusiles disparan solos». Y entonces la única coherencia evangélica es esta: si quieres la paz, prepara la paz.
Es la invitación que ha repetido León XIV: «Y me pregunto: como cristianos, además de indignarnos, alzar la voz y remangarnos para ser constructores de paz y favorecer el diálogo, ¿qué podemos hacer? Creo que ante todo debemos rezar de verdad. Nos corresponde a nosotros convertir cada noticia trágica e imagen que nos golpea en un grito de intercesión a Dios. Y luego ayudar, como hacéis vosotros y como muchos hacen y pueden hacer, a través de vosotros. Pero hay más, y lo digo pensando especialmente en el Oriente cristiano: está el testimonio. Es la llamada a permanecer fieles a Jesús, sin enredarse en los tentáculos del poder. Es imitar a Cristo, que venció el mal amando desde la cruz, mostrando un modo de reinar diferente al de Herodes y Pilato: uno, por miedo a ser derrocado, mandó matar a los niños, que hoy siguen siendo despedazados con bombas; el otro se lavó las manos, como corremos el riesgo de hacer cada día, hasta las puertas de lo irreparable. Miremos a Jesús, que nos llama a sanar las heridas de la historia con la sola mansedumbre de su cruz gloriosa, de la cual brotan la fuerza del perdón, la esperanza de volver a empezar, el deber de mantenernos honestos y transparentes en medio del mar de corrupción. Sigamos a Cristo, que ha liberado los corazones del odio, y demos ejemplo para salir de las lógicas de división y represalia. Quisiera agradecer y abrazar idealmente a todos los cristianos orientales que responden al mal con el bien: gracias, hermanos y hermanas, por el testimonio que dais, especialmente cuando permanecéis en vuestras tierras como discípulos y testigos de Cristo». El dirigido a la ROACO es un discurso profético sobre la paz, que va más allá de las declaraciones diplomáticas o fórmulas de cortesía. Sus palabras golpean por la claridad con que denuncia los mecanismos perversos del poder – evocando los nombres de Herodes y Pilato no como figuras lejanas, sino como símbolos actuales de violencia e indiferencia. Es un llamamiento radical a la coherencia cristiana: rezar, sí, pero también testimoniar con la vida, rechazando la complicidad con los poderes opresores y eligiendo el camino, aparentemente débil pero en realidad poderosísimo, de la cruz. El Papa señala en la mansedumbre del perdón, en la transparencia y en la honestidad las verdaderas herramientas para sanar las heridas del mundo, y lo hace mirando con admiración a los cristianos orientales que, permaneciendo fieles al Evangelio en sus tierras martirizadas, encarnan la esperanza y la posibilidad concreta de un futuro diferente. No hay paz sin coraje, nos dice el Papa, y el coraje más grande es el de amar incluso cuando todo alrededor empuja al odio y a la venganza.
Juan XXIII: desarme exterior y desarme de los espíritus
En la Pacem in Terris de 1963, San Juan XXIII hablaba con dolor de la carrera armamentista: «Puesto que las armas existen», escribía, «y aunque cueste creer que alguien quiera usarlas, no se puede excluir que un hecho incontrolado encienda la chispa».
El Papa no se conformaba con una paz fundada en el miedo. Rechazaba el mito del «equilibrio del terror», e invocaba un desarme integral: no sólo de los depósitos militares, sino también de las conciencias. Había que – decía – desmontar también los espíritus, «disolver la psicosis bélica», sustituir la lógica de la fuerza por la de la confianza mutua.
Una intuición tan profunda como ignorada. Porque aún hoy se piensa que la paz se construye con la disuasión. En los platós de televisión hay quienes hablan de «bomba nuclear» para infundir miedo a los adversarios. Pero si la paz es verdaderamente un don (como nos recuerda el Evangelio), entonces no se impone, se ofrece. No se garantiza con armas, sino con justicia y verdad.
Un tiempo de decisión para los cristianos
Don Primo Mazzolari escribía con lucidez: «Si después de veinte siglos de Evangelio somos un mundo sin paz, los cristianos deben tener su parte de culpa». No se refería sólo a los políticos de profesión. Hablaba de cada uno de nosotros: del creyente que, estando en política, sostiene lógicas de guerra, y de quien apoya partidos y líderes que alimentan los conflictos y financian las industrias de armas.
El cristiano, en cambio, está llamado a crear un movimiento de resistencia cristiana contra la guerra. Rechazar órdenes que contradicen el mandamiento de Dios. Testimoniar la paz, incluso con el silencio, incluso con el martirio. Porque «la oveja que no quiere hacerse lobo» – decía Mazzolari – no le da la razón al lobo: resiste con su morir, no con su matar. No es utopía, es Evangelio. Y si parece ajeno a la historia, es porque la historia, si no cambia de rumbo, seguirá siendo una secuencia de fratricidios, es decir, la antihistoria.
Un mensaje que aún espera voz
«Es verdaderamente triste asistir hoy en tantos contextos al imponerse de la ley del más fuerte, en virtud de la cual se legitiman los propios intereses. Es desolador ver que la fuerza del derecho internacional y del derecho humanitarioya no parece obligar, sustituida por el presunto derecho de imponer a otros con la fuerza. Esto es indigno del ser humano, es vergonzoso para la humanidad y para los responsables de las naciones. ¿Cómo se puede creer, después de siglos de historia, que las acciones bélicas traigan paz y no se vuelvan contra quienes las han emprendido? ¿Cómo se puede pensar en construir el mañana sin cohesión, sin una visión de conjunto animada por el bien común? ¿Cómo se puede seguir traicionando los deseos de paz de los pueblos con las falsas propagandas del rearme, en la vana ilusión de que la supremacía resuelva los problemas en vez de alimentar odio y venganza? La gente es cada vez menos ignorante de la cantidad de dinero que acaba en los bolsillos de los mercaderes de la muerte y con el cual se podrían construir hospitales y escuelas; ¡y en cambio se destruyen las ya construidas!» ha recordado León XIV.
Hoy, ante la multiplicación de guerras, el auge de la retórica militar, los cristianos no pueden callar. El desarme no es una decisión técnica. Es un acto de fe. Es creer que «la paz es posible». Y queremos creerlo. No porque seamos ingenuos, sino porque sabemos – como sabía don Mazzolari – que quien mata a un hombre, mata a un hermano; y quien mata la paz, mata a Dios.
Marco Felipe Perfetti
Silere non possum