Cuando, ayer por la mañana, León XIV apareció en la entrada del Aula de la Bendición, todos repararon en su habitual rostro jovial y sereno, y en esa carcajada sonora compartida con sus colaboradores: un detalle que, incluso antes de las palabras, distendió el clima entre los miembros de la Curia. Prevost se muestra, con coherencia, como un hombre de alegría: sonriente, luminoso, interiormente libre de esa postura sombría y defensiva, casi permanentemente en estado de alerta, que en otros tiempos fue confundida con signo de autoridad. Su estilo no es ingenuidad; es una forma de seguridad no agresiva, capaz de poner al otro a gusto sin rebajar ni un milímetro la medida del rol.

Sí, León XIV se sienta en el trono dispuesto por el ceremonial. Pero lo habita de un modo inusual: con la actitud de quien se hace cercano, no de quien se coloca en lo alto para presidir desde la distancia. Es la diferencia, sutil y decisiva, entre un poder que se exhibe y una autoridad que se deja acercar. Desde los primeros días del pontificado, León ha demostrado saber estar en todos los contextos: a la mesa con los pobres de Cáritas, en el protocolo con los diplomáticos, en el diálogo con los sacerdotes, en la cercanía con los laicos, con las religiosas, con los no católicos. No cambia el lenguaje para seducir a un público: cambia de registro para respetar al interlocutor.

Hay, en este estilo, un rasgo ulterior: León viste lo que se le confía con humildad, con una calma que nace de la confianza. Para él, confiarse no es una humillación; es un acto de realismo, la conciencia de que la Iglesia vive de vínculos, no de sospechas. Y precisamente esto pone en crisis una parte del relato mediático: porque desactiva la narrativa del conflicto permanente, y al mismo tiempo genera paz y serenidad, no solo dentro de los muros leoninos. Durante trece años, en cambio, se fue sedimentando la idea de que la autoridad debía mostrarse con gesto adusto, con un tono airado, con una cadencia casi inquisitorial; que cualquier referencia a la forma del papado era un residuo que debía ser rechazado; que la severidad era garantía de autenticidad. Los resultados, con el tiempo, han estado a la vista de todos: cansancio, encierro, resentimiento, una sensación de juicio permanente que raramente produce conversión y muy a menudo genera rigidez.

Hoy, León XIV encarna una idea de Iglesia en salida, abierta y acogedora, pero lo hace sin la tentación de borrar lo que le precede: no desconoce, no ridiculiza, no corta la continuidad de estos dos mil años. Y aquí los cronistas entran en dificultad: porque un Papa que une mansedumbre y autoridad, que denuncia las derivas sin levantar la voz y sin teatralizar la condena, resulta más difícil de convertir en titular. Y, sin embargo, es precisamente esta gentileza firme la que hoy hace su lenguaje más creíble y su presencia más fácilmente acogida. En los años pasados, una parte de la prensa encontró un terreno demasiado fértil para confeccionar titulares punitivos contra el clero y la institución: la operación funcionaba con facilidad, porque el propio Papa adoptaba un registro percutivo, y a los cronistas les bastaba un mecánico “copiar y pegar” del tono y de las palabras.

En el discurso navideño de 2014, Francisco planteó su intervención como un diagnóstico público: una lista de “enfermedades” y tentaciones, un léxico deliberadamente áspero, pensado para sacudir y dejar al descubierto dinámicas internas. Ese lenguaje, sin embargo, resultó poco incisivo precisamente en quienes deberían haberse dejado interpelar hasta la conversión, mientras funcionó perfectamente como materia prima para la narrativa mediática. Con el paso de los años, la reiteración de un registro correctivo y punitivo - a menudo carente de la mesura exigida por la delicadeza del rol - desplazó el efecto global: en lugar de generar una mejora duradera, consolidó un clima de repliegue, rabia y defensa identitaria.






La psicología de la corrección continua: de la conciencia a la defensa

La Iglesia se deja transformar cuando la crítica se convierte en materia de discernimiento y de trabajo, no en un instrumento esgrimido contra la dignidad de las personas o contra la institución en su conjunto. Para que eso ocurra, quien escucha debe poder reconocer en la llamada de atención una vía practicable, sin sentirse sometido a una desvalorización global. Cuando, por el contrario, el individuo se siente clavado a una acusación, la psique busca instintivamente una vía de protección: a veces adopta la apariencia de obediencia, más a menudo deriva hacia formas menos visibles de resistencia, rigidez u oposición soterrada. En esta dinámica se comprende una paradoja que muchos, en la Curia, han experimentado en los últimos años: cuando el reproche se vuelve habitual, su fuerza generativa se consume. Aumentan el sarcasmo y el agotamiento, y puede infiltrarse una hostilidad personal capaz de corroer las relaciones. El nudo no está en el valor de la diagnosis, ni en su fundamento; está en el impacto de la forma repetida, que termina por volver la verdad psicológicamente inhabitable. Si falta un marco percibido como fiable - construido sobre confianza, reconocimiento y posibilidad concreta de cambio - la corrección continua alimenta el resentimientoy reduce precisamente esa responsabilidad que querría suscitar.

En el fondo, en muchas cuestiones, lo que decía el Papa Francisco y lo que hoy dice León XIV no se aparta de la línea sustancial de los predecesores. La diferencia pasa por el modo en que la palabra es entregada. Hay una distancia enorme entre una afirmación que encasilla al interlocutor y una llamada de atención que identifica una tentación que debe ser combatida. En el primer caso, la frase suena como una sentencia; en el segundo, abre un margen de libertad, llama a la vigilancia y hace posible la conversión sin humillación.

El clima como mensaje: por qué la sonrisa importa

En el discurso pronunciado ayer, León XIV no renuncia a señalar derivas y riesgos. Lo hace, sin embargo, dentro de un planteamiento que parte de una pregunta concreta - la amistad, la fraternidad, la lealtad en las relaciones - y sitúa la conversión dentro de un marco de misión y comunión. El punto no es solo que “suene más positivo”. Es que modifica la estructura psicológica de la escucha. Un clima sereno y no agresivo produce un efecto medible: reduce las defensas, aumenta la disponibilidad a reconocer un problema sin vivirlo como una humillación. En otras palabras: hace posible asumir responsabilidades sin buscar un enemigo. Y esto, en la vida cotidiana de la Curia, significa mucho. Porque la institución cambia cuando las personas dejan de moverse por miedo y vuelven a moverse por convicción.

No es casual que, en estos primeros meses de pontificado, muchos hayan percibido un ambiente más distendido. No se trata de un detalle psicológico propio de un salón clerical: es una variable de gobierno. El modo en que un Papa entra en una sala, mira y saluda, acoge a sus interlocutores, no alimenta tensiones, incide en la calidad de las relaciones y en el trabajo ordinario.

La distorsión externa: titulares “franciscanos” para un Papa que habla de otro modo

Es necesario detenerse en la narrativa mediática. En estas horas, muchos titulares han reproducido, casi sin variaciones, esquemas y tonos heredados de la etapa anterior: polarización, dramatización, un léxico de confrontación. Es un automatismo consolidado: durante años, la escena fue leída a través del binomio narrativo del Papa que “reprende” y de la Curia que “recibe”. Hoy el Pontífice ha cambiado, pero la rejilla interpretativa sigue siendo la misma. El punto crítico es que esta rejilla, a fuerza de repetirse, adquiere un rasgo manipulador: en lugar de contar el acontecimiento, lo fuerza dentro de un formato pensado para captar atención y generar clics. Cuando la materia prima - el tono real del discurso - no ofrece apoyo al “gran titular”, entra en juego una suerte de reescritura: se aislan y se amplifican los pasajes de denuncia, se empobrece el contexto, se atribuye una dureza que en realidad pertenecía a un registro muy distinto.

En esto, León XIV se sitúa con naturalidad en una tradición comunicativa que muchos reconocen en sus predecesores - de Benedicto XVI a Juan Pablo II, de Juan XXIII hasta Pío X -: frases claras en los contenidos, capaces también de advertir sobre las derivas sin atenuar su gravedad, pero pronunciadas con una gentileza institucional que no busca eslóganes, no eleva la voz y no recurre al tono acusatorio para afirmar la autoridad. Es una diferencia sustancial, porque cambia la percepción: la denuncia no llega como condena, llega como invitación a la responsabilidad.

Este desplazamiento desorienta a una parte del ecosistema mediático, sobre todo a ese periodismo que no vive realmente estos lugares y se conforma con contarlos desde fuera, a veces con una acrimonia que hunde sus raíces en historias personales no resueltas frente al clero. Quien no habita la vida eclesial pero pretende describir su respiración termina a menudo proyectando categorías preconcebidas. Y hoy esas categorías siguen impregnadas del registro conflictivo de la etapa anterior, especialmente en los momentos públicos en los que la exposición del otro al escarnio era tratada como una virtud comunicativa.

La cuestión de los resultados: eficacia pastoral y conveniencia mediática

Hay, por último, un punto que ayuda a comprender por qué esta distorsión sigue resultando conveniente: la mansedumbre “vende menos” en el mercado de la atención. La comunicación agresiva activa la polarización; la polarización produce clics; los clics alimentan ingresos y visibilidad. Un lenguaje que afronta los problemas sin convertirlos en espectáculo es más difícil de empaquetar como “noticia”, sobre todo cuando no ofrece el léxico del enfrentamiento. Es exactamente aquello que León XIV pidió corregir desde el inicio del pontificado, dirigiéndose a los medios con una indicación clara: promover una comunicación que no persiga el consenso “a cualquier precio”, que no se revista de palabras agresivas, que rechace el paradigma de la competencia y diga no a la guerra de palabras e imágenes; una comunicación “desarmada y desarmante”, capaz de escuchar, que separe los prejuicios de la búsqueda de la verdad y no la disocie del amor con el que debe ser buscada. En esa perspectiva, la invitación a “desarmar” la comunicación es una opción cultural que incide en la calidad de la convivencia. Si, entonces, la pregunta es qué fórmula funciona mejor, la respuesta pasa por la dinámica concreta de los efectos. Un lenguaje que expone y humilla puede obtener adhesiones de fachada, silencios y miedos; un lenguaje que responsabiliza dentro de un clima serenofavorece más a menudo un cambio real, porque hace practicable la conversión sin fabricar enemigos.

La diferencia entre Francisco y León XIV, en definitiva, no está en la dirección de las críticas ni en la sustancia de las llamadas de atención. Está en el impacto humano que el lenguaje produce. El primero recurrió a menudo a la percusión como palanca, con el riesgo de rigidizar y acumular resentimientos; el segundo muestra que la verdad puede decirse sin adoptar el registro de la confrontación, y que incluso esta “bendita Curia” - precisamente porque está hecha de hombres y mujeres en camino - cambia con mayor facilidad cuando se siente llamada a la comunión, no clavada a la vergüenza.

Marco Felipe Perfetti
Silere non possum