Ciudad del Vaticano – Hay un rasgo que llama la atención en el reciente discurso de León XIV a los operadores de la justicia con ocasión de su Jubileo: la capacidad de unir el lenguaje de la fe con la concreción de la vida civil. No se limitó a un saludo formal, sino que entregó una verdadera catequesis sobre la justicia, devolviendo a esta palabra tan abusada su dignidad más alta.

«La tradición nos enseña que la justicia es, ante todo, una virtud», recordó el Pontífice. No un mecanismo abstracto, no un conjunto de procedimientos, sino una actitud firme y estable que moldea la conducta del hombre, según la razón y la fe. Es la virtud que consiste en la «voluntad constante y firme de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido». En este horizonte, la justicia no se reduce a un tribunal o a un código, sino que se convierte en aquello que construye la armonía social, porque protege sobre todo a quien no tiene voz: «el débil, aquel que pide justicia porque es víctima de opresión, excluido o ignorado».

Esta afirmación tiene un peso enorme, sobre todo si se lee en el contexto actual. León XIV denunció sin rodeos las dramáticas desigualdades que marcan el acceso a la justicia. «Esta igualdad, aun siendo una condición indispensable para el correcto ejercicio de la justicia –dijo–, no elimina el hecho de que existen crecientes discriminaciones cuyo primer efecto es precisamente la falta de acceso a la justicia. La verdadera igualdad, en cambio, es la posibilidad dada a todos de realizar sus aspiraciones y de ver los derechos inherentes a su dignidad garantizados por un sistema de valores comunes y compartidos, capaces de inspirar normas y leyes sobre las que fundar el funcionamiento de las instituciones».

Es un recordatorio que suena como un acto de verdad, sobre todo en un Occidente que gusta presentarse como garante de los derechos fundamentales pero que, en la realidad, los pisotea en cuanto faltan el poder o el dinero. Porque sabemos bien que demasiadas veces la justicia no defiende a los débiles: se pliega a los fuertes. En los sistemas marcados por la corrupción –y León no dudó en señalar, delante de representantes de las instituciones judiciales vaticanas, italianas y estadounidenses, estas carencias– quien no es “amigo” del Fiscal o de algún alto dirigente de las Fuerzas del Orden corre el riesgo de no obtener jamás tutela, ni siquiera cuando sufre las más graves injusticias. En estos contextos que aún se definen como democráticos, la justicia deja de ser baluarte de la libertad y se convierte en instrumento de opresión: un arma para silenciar a quien denuncia, o un medio para consolidar intereses privados e incluso defraudar al Estado.

León XIV invita entonces a un paso ulterior: «Pensar siempre a la luz de la verdad y de la sabiduría, interpretar la leyyendo en profundidad, más allá de la dimensión puramente formal, para captar el sentido íntimo de la verdad de la cual estamos al servicio». Es la diferencia entre legalidad y justicia. Se puede respetar la letra de la ley y, al mismo tiempo, traicionar su espíritu. La toga, símbolo de honor y de responsabilidad, se convierte así en el vestido que cubre la traición de la verdad.

Los escándalos que han emergido en estos meses lo demuestran: la investigación de Caltanissetta, que ha involucrado también a Giuseppe Pignatone, ex presidente del Tribunal vaticano, revela una vez más las zonas de sombra en las que la justicia se transforma en un poder autorreferencial, gestionado como patrimonio personal. Y lo que sucede cuando quienes caen en estas dinámicas son hombres que visten la toga es aún más grave, porque mina en la raíz la confianza de un pueblo en las instituciones.

San Agustín advertía que «la justicia no es tal si no es al mismo tiempo prudente, fuerte y templada». Si falta la armonía de las virtudes, la justicia degenera en arbitrariedad. Y entonces no queda más que tomar en serio la advertencia de León XIV: la justicia debe volver a ser virtud antes que procedimiento, servicio antes que institución, defensa del débilantes que equilibrio de poderes. Solo así podrá llamarse realmente justicia. Lo demás, diría Agustín, no es más que máscara y engaño: «Un Estado sin justicia no es más que una gran banda de ladrones». A recordarlo ha sido el mismo León XIV.

G.A.
Silere non possum