Ciudad del Vaticano – Hoy el Papa León XIV cumple setenta años. Una fecha que naturalmente trae consigo la alegría de una celebración, pero que invita también a una mirada más profunda: ¿quién es este hombre que la Providencia ha puesto al frente de la Iglesia de Dios? ¿Cuáles son los desafíos que le esperan?
Robert Francis Prevost, nacido en Chicago el 14 de septiembre de 1955, creció en medio de culturas diversas, con raíces italianas, francesas y españolas. De joven eligió la Orden de San Agustín, y no es un detalle menor: ese carismamarcó su manera de comprender la vida cristiana. Cuando entre 2001 y 2013 fue prior general de los agustinos, no dirigió simplemente una institución, sino una comunidad mundial hecha de personas concretas, con historias, esperanzas y fragilidades. En aquellos años aprendió la paciencia del discernimiento, el arte de escuchar, la firmeza silenciosa de las decisiones tomadas después de haber caminado juntos. No un hombre de proclamas, sino un hermano que sabía mediar, acompañar y consolar.
Hoy, ese rasgo se reconoce en sus palabras y en sus gestos como Pontífice. Ya en el Urbi et Orbi inaugural había dicho: «Estamos todos en las manos de Dios. Por lo tanto, sin miedo, unidos de la mano con Dios y entre nosotros ¡sigamos adelante! Somos discípulos de Cristo. Cristo nos precede. El mundo necesita su luz». Una declaración sencilla y desarmante, que revela su espiritualidad: no estrategias complicadas, sino confianza; no hegemonía, sino seguimiento. En los meses siguientes repitió que la esperanza no es ilusión, sino una realidad que se excava en lo profundo: «La esperanza se enciende de nuevo cuando cavamos y rompemos la corteza de la realidad, cuando vamos más allá de la superficie». Es una invitación a no detenerse en las apariencias, a no resignarse a un mundo de conflictos y miedos, sino a buscar la fuente escondida que todavía puede generar futuro.
Hay un hilo que atraviesa sus reflexiones: la paz. No como un eslogan, sino como un camino cotidiano hecho de pequeños gestos. «La paz no es una utopía espiritual –dijo–, es un camino humilde, tejido de paciencia y coraje, escucha y acción». Aquí no habla el hombre que quiere exhibir su poder, sino el religioso acostumbrado a compartir la vida con otros, consciente de que la armonía no se construye con motu proprio, sino con el sacrificio de la cercanía.
Al mirarlo, lo que más llama la atención es precisamente su mansedumbre. No se trata de un carácter frágil: es la fuerza serena de quien conoce la dureza de la vida, de quien ha visto divisiones y sufrimientos, pero no ha cedido a la dureza del corazón. Una mansedumbre que se convierte en estilo pastoral: no imponerse, sino guiar; no exigir, sino acompañar.
El futuro de la Iglesia bajo la guía de León XIV no estará exento de retos. Hay heridas internas que sanar: divisiones ideológicas, reformas que eliminar y otras que ordenar, un laicado a veces dominante y un clero cada vez más cansado que pide cercanía. Habrá que devolver equilibrio entre las fuerzas contrapuestas, restituir dignidad a la vida monástica y atención a las vocaciones, enfrentar el abuso de poder de algunos obispos recientemente nombrados que están empujando a no pocos presbíteros a abandonar sus diócesis. También será necesario poner orden al fenómeno de los clérigos errantes y a una justicia canónica que ya se percibe más como obstáculo y terreno fértil de injusticias y favoritismos que como instrumento de equidad. A estas tensiones internas se suman los llamamientos de la comunidad internacional ante los conflictos globales, el esfuerzo de custodiar la fe en un mundo secularizado, la fragmentaciónque a menudo desgarra el Cuerpo eclesial. Y, sin embargo, León XIV no parece querer responder con el lenguaje del lamento ni con decisiones apresuradas e impuestas con prepotencia. Su estilo indica más bien otro camino: recuperar el coraje de la esperanza, la fuerza de lo esencial, la sobriedad de quien no se deja atrapar por las confrontaciones, sino que se confía en lo que realmente permanece.
Setenta años no son una edad para la aventura improvisada, sino para la sabiduría. Y en este cumpleaños, la Iglesia recibe un don: un hombre que no necesita aparecer, que ya ha recorrido muchos caminos y que ahora, con paso manso y seguro, sigue indicando el de Dios.
F.P.
Silere non possum