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Ciudad del Vaticano - La elección del Papa León XIV es una señal clara, incluso desarmante, de que el Señor nunca abandona a su Iglesia. En las horas previas al anuncio, entre hipótesis, maniobras, miedos y tentativas de previsión, nadie parecía imaginar que de ese Colegio pudiera surgir un nombre como el de Robert Francis Prevost. Y sin embargo, aquí estamos, llenos de asombro y, al mismo tiempo, de paz. Es la señal de que, realmente, como nos recuerda San Agustín, “Tú, Señor, eres más íntimo a mí que yo mismo”.
El Espíritu Santo, a veces, parece dejarnos vagar en nuestros pensamientos, en nuestros proyectos humanos. Pero luego interviene. Y lo hace con esa fuerza que nos “agarra por los pelos”, para hacernos volver antes de que caigamos por completo. Esta elección parece una de esas escenas en las que la mano de Dios se extiende y, con decisión paterna, nos vuelve a encaminar.
El Papa León XIV saludó a la Iglesia con palabras simples y poderosas: “¡La paz esté con todos vosotros!”. Es el saludo del Resucitado, el primer saludo del Maestro a sus discípulos asustados. No es un deseo genérico, no es una utopía desencarnada. Es el anuncio vivo de una realidad: Cristo ha resucitado, y su paz, que es desarmada y desarmante, ya está actuando en el mundo. El Santo Padre nos recordó que esta paz es para todos, que nadie está excluido del amor de Dios, y que el mal no prevalecerá. En estas palabras está el corazón del Evangelio, pero también un recordatorio concreto de la urgencia que tenemos, como Iglesia, de redescubrir nuestra misión.
León XIV se presentó como “hijo de San Agustín”, y esto no es un detalle superficial. Es una clave de interpretación. Agustín, de hecho, no solo fue un gigante del pensamiento: fue un pastor consumido por el fuego del amor a la verdad y a su pueblo. Decía: “Con vosotros soy cristiano, para vosotros soy obispo”. Y este es el estilo con el que el nuevo Papa ha elegido comenzar su pontificado: con humildad, con claridad, con una autoridad que nace del estar arraigado en Cristo y no en frivolidades.
No podemos ignorar la providencialidad de esta elección. Prevost es un canonista, por lo tanto, un hombre de justicia, de medida, de fidelidad a la forma eclesial. Pero también es un hombre manso, un religioso, un pastor que conoce las necesidades de sus sacerdotes, de la Iglesia. Ha vivido la misión, la verdadera misión. Se ha mostrado atento a las vocaciones, en esos lugares. Entró en la Curia en 2023, un tiempo útil para ver con claridad, sin quedar atrapado. No tuvo tiempo de atarse a los centros de poder, pero tuvo suficiente tiempo para conocer, comprender y discernir. Bajo el Papa Francisco, Prevost a menudo tuvo que permanecer en silencio. El Papa elegía a los obispos personalmente. Pero ahora, esa paciencia—una virtud tan agustiniana—se convierte en riqueza. El hombre que supo esperar el momento de Dios ahora es llamado a guiar. Esta elección abre una nueva etapa para la Iglesia.
Una etapa que coloca a Cristo Jesús en el centro, Su Iglesia primero, y luego también enfrenta los problemas, por supuesto, pero consciente de que la primera misión es proclamar el Evangelio. Una etapa en la que se vuelve a poner en el centro la Justicia. Se vuelve a hablar de la misión concreta, no de eslóganes para conseguir “me gusta”. De la caridad que se convierte en cercanía real hacia los presbíteros, los obispos. De normas que se aman, no que se temen o se ignoran. Una etapa en la que el Evangelio vuelve a ser lo que es: la fuerza que salva al hombre.
También es un mensaje para la propia Iglesia, a menudo desgarrada por oposiciones internas. La paz de Cristo es necesaria no solo en el mundo, sino también entre nosotros, dentro de la Iglesia. León XIV ha recordado el valor de la sinodalidad, aquella que tiene en cuenta a todos, y también ha puesto a Jesucristo en el centro, como único Señor y único Pastor. Solo así podremos ser realmente una Iglesia que camina, no un Parlamento en busca de compromisos.
A la Virgen María ha confiado su ministerio, precisamente en el día de la súplica a Pompeya. Es un gesto que habla de una fe que se arrodilla, vivida en la cotidianidad. ¡La devoción a María! Una Iglesia que es consciente de lo que es puede hablar al corazón del hombre moderno. Hoy podemos decir con certeza: la Iglesia está en las manos de Dios. Y quizás yo, a veces, lo haya olvidado.
La elección de León XIV nos lo recuerda con fuerza y dulzura al mismo tiempo. Parece una caricia del Señor, que no nos hace faltar lo que necesitamos. No había mejor elección. Y tal vez, humanamente, incluso nos habíamos olvidado de que una elección así era posible. Pero el Espíritu Santo está aquí. Siempre. Y actúa. A pesar de nosotros, y precisamente por nosotros.
Marco Felipe Perfetti
Silere non possum