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En el primer mes de su pontificado, el Papa León XIV ha pronunciado palabras que no buscan el ruido, sino el silencio y la profundidad. Varias veces al día retomo sus declaraciones y las medito; los destellos que ofrecen son numerosos y elocuentes. Apenas han pasado unas semanas desde su elección, y sin embargo la trayectoria de su pontificado ya se vislumbra: un retorno a la interioridad, a la comunión, a la verdad profunda del alma ante Dios. No es un pontificado inaugurado con el estruendo de la plaza ni con los clamores de una prensa en busca de titulares sensacionalistas. Es un comienzo silencioso pero poderoso, que respira espiritualidad, oración y fidelidad a los Padres; un regreso esencial a la fe, a la Iglesia, a Jesucristo como centro y Señor de todo.

Este estilo no sorprende a quien conoce a Robert Francis Prevost. Agustiniano de vocación, formación y temperamento, León XIV se inserta con naturalidad en la corriente espiritual de San Agustín, el obispo de Hipona que enseñó a los cristianos a buscar a Dios no fuera, sino dentro de sí mismos. Es una espiritualidad de interioridad y comunión, que habla con fuerza también a quienes provienen de la tradición benedictina: porque en Agustín, Benito encuentra un aliado espiritual, un maestro que, antes que él, intuyó que el corazón del hombre está inquieto hasta que no reposa en Dios.

San Benito, padre del monaquismo occidental, conoció probablemente los escritos de Agustín y recogió su profunda intuición, traduciéndola en una Regla de vida en la que oración, comunión y trabajo se funden en un camino de retorno a Dios.

El Papa León XIV parece hoy ser un punto de encuentro entre estas dos fuentes: en él se conforman la hondura agustiniana y la concreción benedictina, las raíces del Occidente cristiano y una visión profética para el futuro de la Iglesia.

Primacía de Dios y retorno al corazón

Las primeras palabras del Papa León XIV hicieron resonar, con silenciosa fuerza, la invitación siempre vigente de San Agustín«Noli foras ire, in te ipsum redi: in interiore homine habitat veritas» ("No salgas fuera de ti, regresa a ti mismo: en el hombre interior habita la verdad"). En una época dominada por la exterioridad, la exposición constante del yo y una necesidad compulsiva de aparecer, el Papa ha instado a la Iglesia a volver a la interioridad, al silencio, a la escucha, a la verdad del alma, donde Dios se revela no como idea abstracta, sino como presencia viva y transformadora. Este llamado se entrelaza con el inicio de la Regla de San Benito, que comienza con un imperativo simple pero radical: «Obsculta, o fili» – «Escucha, oh hijo». Solo quien sabe escuchar en lo más hondo, quien se abre al misterio con docilidad del corazón, puede realmente convertirse en hombre de Dios.

León XIV nos recuerda que la reforma de la Iglesia no nace de estrategias ni revoluciones, sino de la conversión personal. Es obra del Espíritu, que comienza en el corazón de cada uno. No por casualidad, al dirigirse al personal de la Santa Sede, afirmó con claridad:
«La mejor manera de servir a la Santa Sede es tratar de ser santos, cada uno según su estado de vida y la tarea que se le ha confiado».

La comunidad como camino hacia Dios

Para Agustín, el cristiano nunca es una isla: célebre es su visión de la Iglesia como “pueblo que camina unido hacia Dios”. Benito, a su vez, sitúa la vida comunitaria como marco imprescindible del camino espiritual: nadie se salva solo y nadie puede decir “yo” sin haber dicho antes “nosotros”. En esta misma continuidad se mueve León XIV, que lo reiteró sobre todo en su encuentro con movimientos y asociaciones, recordando que los primeros cristianos se convirtieron en “templo de Dios no solos, sino juntos” (cf. En. in Ps. 131,5). La experiencia cristiana, subrayó, no es intelectualista ni intimista, sino profundamente comunitaria: el Señor resucitado se hace presente entre los discípulos reunidos. Las emociones y convicciones personales no bastan: se necesita comunión, se necesita la Iglesia.

La humildad que conduce a Dios

Agustín y Benito comparten una certeza decisiva: la humildad es la vía maestra para ascender a Dios. Para Agustín, la humildad es clave de la Encarnación: Cristo se abajó para elevar al hombre, y quien quiera seguirle debe recorrer esa misma vía descendente. Es la virtud que abre todas las demás, la postura del corazón que reconoce su condición de criatura para acoger la gracia. Benito, por su parte, estructura toda su Regla como una escala de humildad: cada peldaño es un paso hacia Dios, pero se sube descendiendo, imitando a Cristo obediente hasta la muerte.

En un tiempo eclesial a menudo marcado por ansias de poder, deseos de visibilidad, roles o dominio espiritual, León XIV se presenta como siervo, no como soberano«El Papa, desde San Pedro hasta mí, su indigno Sucesor, es un humilde servidor de Dios y de los hermanos, no otra cosa que esto», dijo con sencillez a los cardenales. Sus palabras no son retórica: expresan un programa de vida y de gobierno eclesial. En la Santa Misa con los purpurados afirmó:
«Desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado, entregarse hasta el final para que a nadie le falte la oportunidad de conocerle y amarle». A esta humildad radical, que es espiritual y concreta, León XIV une una sabiduría humilde y valiente al decir la verdad. No una verdad gritona, sino testimoniada. No una opinión más, sino la Palabra que ilumina el sentido del ser humano, aunque cueste parecer contracorriente. Al hablar al cuerpo diplomático, declaró: “No se pueden construir relaciones verdaderamente pacíficas […] sin verdad. […] La Iglesia no puede jamás eludir decir la verdad sobre el hombre y el mundo, recurriendo cuando sea necesario a un lenguaje directo, que puede provocar alguna incomprensión inicial”.

Este es ya un enseñamiento precioso: no se construye nada sin verdad, y no hay verdad sin humildad. Porque solo quien se despoja del ego puede ser transparente al Evangelio.

La interioridad que regenera las estructuras

La tentación constante es reformar la Iglesia cambiando leyes, organigramas, esquemas pastorales. León XIVmuestra en cambio una convicción agustiniana: no hay reforma exterior sin regeneración del corazón. Siguiendo las huellas del Santo de Hipona, el Papa sabe que para cambiar el mundo hay que empezar por uno mismo. Benito de Nursia quiso que el monasterio fuera escuela del servicio al Señor, no una máquina de eficiencia. El Papa nos recuerda que toda reforma efectiva nace de un retorno a la fuente, de un corazón que escucha a Dios y se deja transformar. Esta es la verdadera urgencia de la Iglesia hoy: comunidades reconciliadas, fieles que vuelven a Cristo, confianza renovada entre sacerdotes y obispos, conciencias capaces de ver en la doctrina de la Iglesia una luz para la vida.

Unidad: forma de la Iglesia y signo de Dios

En este horizonte, León XIV ha introducido con fuerza, desde sus primeros días, el tema de la unidad. Y no como eslogan, sino como verdad espiritual y eclesial. Citó a Agustín y a Paulino de Nola“Tenemos un solo cabeza, una sola gracia, un solo pan, un solo camino, una sola casa. […] Somos uno solo, en espíritu y en el cuerpo del Señor” (Carta 30,2).

Esta es la Iglesia que León XIV sueña: una familia, donde no se define por etiquetas, sino por la caridad. Donde las diferencias enriquecen. Donde los carismas se complementan. Una Iglesia unida porque está unificada en Dios.

En tiempos de polarización y conflicto interno, la unidad no es debilidad, sino profecía. Es la prueba de que Cristo está vivo y presente. Por eso León XIV habla de unidad: no como estrategia, sino como forma visible del misterio del Dios Uno y Trino. Es la unidad de Benito, la unidad de Agustín, la unidad que el Sucesor de Pedro llama hoy a redescubrir como fundamento de la misión y condición de la credibilidad evangélica.

León XIV está despertando las raíces más profundas de la espiritualidad cristiana occidental, haciendo dialogar en él a Agustín y Benito, uniéndolos en una síntesis vital que llama a toda la Iglesia a volver a Dios, a reencontrarse como cuerpo, a reformarse desde el corazón. Es un pontificado que comienza bajo el signo de la unidad, no como proyecto a construir, sino como don a acoger.

Marco Felipe Perfetti
Silere non possum