The spiritual testament of a priest from Paris invites us to reflect on some important issues.

🇮🇹 Il problema del nostro tempo? L’assenza della Fede

Las fiestas de Pascua, como las de Navidad, son una ocasión propicia para que los sacerdotes “cuenten” los fieles que ” marcan las horas”. Hay muchos que se llaman católicos pero durante todo el año no se les ve en la iglesia y hacen su aparición por Navidad y Pascua o para el bautizo de sus nietos.

En el sur de Italia, en particular, hay muchos que asisten a “representaciones”. Si algo hemos fomentado en los últimos años es una fe hecha de talismanes. La gente participa en la liturgia si hay algo especial, no les basta con que Cristo se inmolase, cada día, en el altar por su salvación. Si distribuyes ceniza sobre tu cabeza, la iglesia se llena. Si cruzas dos velas y las colocas alrededor del cuello de la gente, la iglesia se llena. Si celebras una Santa Misa sencilla, no viene nadie. Tenemos creyentes formados que necesitan emociones y viven su fe según su estado de ánimo.

Aunque hoy estamos cada vez más replegados sobre nosotros mismos y lloramos por la falta de vocaciones, por los abusos en el clero, por el desinterés de los jóvenes, por la desnaturalidad y por todo lo demás, el verdadero problema es uno solo: la falta de fe. Hoy en día la gente ya no cree en Jesucristo y en su buena nueva. Es suficiente participar en un Ángelus del Santo Padre para darse cuenta de que muy pocos responden a las invocaciones o se arrodillan para la bendición.

Hemos convertido la Iglesia en un centro social donde la gente viene a sentirse menos sola, a comer o a ocupar puestos de liderazgo. Es evidente que hoy nos encontramos con laicos prepotentes que quieren enseñarnos lo que tenemos que hacer. Al fin y al cabo, si nuestra misión fuera hacer el bien, con razón podrían hacerlo mucho mejor que nosotros. El problema, sin embargo, es que ésta no es la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia.

Volver a las raíces

En estas horas, sobre todo en Francia, circula un hermoso testamento espiritual de un sacerdote fallecido a causa de una grave enfermedad. En este texto emergen algunas preocupaciones que animan a muchos sacerdotes hoy.

El pontificado de Francisco, desgraciadamente, no ha hecho más que agravar un problema cada vez más evidente. Hablamos de ello con ocasión de los funerales del Santo Padre Benedicto XVILa generación que vivió la revolución del 68′ está cada vez más desilusionada porque ha visto fracasar sus aspiraciones. En cambio, los jóvenes que se han ordenado en los últimos años y los que están ahora en el seminario se guían por un ideal más consciente de sacerdote, fuerte en su propia identidad. Las nuevas generaciones de fieles también pueblan las iglesias donde hay sacerdotes jóvenes que celebran bien la Santa Misa y se ocupan de la liturgia, la predicación, etc. Esto crea varios problemas, especialmente con aquellos sacerdotes (y obispos) mayores que no admiten que han fracasado y descargan sus frustraciones en los jóvenes. Se trata de una verdadera brecha generacional que esconde muchos problemas profundos.

En el testamento espiritual del P. Cyril Gordien aparece también este aspecto de la vida sacerdotal, a saber, un cierto pesar por el comportamiento de algunos obispos que a menudo eligen el camino fácil del consenso en lugar de defender a sus sacerdotes y, sobre todo, la misión de la Iglesia.

El texto revela también la profunda fe que animaba a este sacerdote y anima a muchos sacerdotes de todo el mundo. Hay muchos aspectos edificantes: la devoción a la Virgen María, el amor a Jesús Sacramentado, la conciencia de la seriedad del ministerio sacerdotal y el profundo amor a la Iglesia. A continuación puede leer el texto en español.

L.M.

Silere non possum

Testamento espiritual del Padre Cyril Gordien

Es con una inmensa acción de gracias a nuestro Señor que quisiera comenzar estas pocas líneas de meditación. Sí, doy gracias a mi Dios por la fe que recibí en mi infancia, una fe sólida y pura, una fe que nunca ha fallado a pesar de las muchas pruebas de la vida, una fe que mis queridos padres me transmitieron en la fidelidad y el verdadero amor por la Iglesia. Doy gracias al Señor por la familia unida en la que nací, y por todo el amor que me prodigaron mis padres y mis hermanos. Tuve una infancia muy feliz, marcada por el ejemplo de mi padre, ejemplo de abnegación en su profesión de cirujano y de fidelidad en la práctica religiosa.

Mi padre me transmitió el sentido del esfuerzo, el disgusto por la blandura y la pereza, el rigor por el trabajo bien hecho y la fuerza para luchar. Siempre ha demostrado un gran coraje en la defensa de la vida y la fe, a través de múltiples compromisos, ya sea para todos los temas de bioética, con su pericia como cirujano, ya sea para defender la escuela libre.

Mi madre me transmitió su dulzura y su alegría de vivir, su sentido de la belleza y su sentido común, su piedad fiel y su delicadeza en las relaciones. Ella también siempre mostró un inmenso coraje para apoyar a mi padre al final de su vida y luego para enfrentar su nueva vida como viuda, tan joven, con sus hijos dependientes. Ella nunca se dio por vencida, impulsada por una fe inquebrantable. Aún hoy, ella enfrenta mi enfermedad aportándome su carácter optimista y alegre para seguir adelante.

Doy gracias al Señor por haberme llamado al sacerdocio, a mí, su siervo indigno. Cuando sentí este llamado en lo más profundo de mi corazón, me llenó de un gozo indescriptible, y a la vez de un temor lleno de respeto al Señor: ¿por qué yo, que me siento tan indigno y tan incapaz de asumir tal carga y tal gran misión? Mi camino al sacerdocio, en el seminario, fue a la vez gozoso y doloroso. Alegre, por las gracias recibidas, que siempre me han fortalecido en mi vocación, y por todo lo que he recibido a través de la formación; doloroso también por las pruebas y sufrimientos que vienen de la Iglesia.

Nunca he traicionado las convicciones que me animaron, a pesar de las inevitables persecuciones. Siempre he resistido, combatido y luchado cuando sentía que la mentira, la mediocridad o la perversidad estaban en juego. Me valió golpes y bullying, pero no me arrepiento de estos combates peleados con convicción. Lo más duro es sufrir por la Iglesia.

El Papa san Juan Pablo II fue el Papa de mi juventud. Lo amé tanto, en el ejemplo de fuerza y valentía que nos dio. Fue él quien me comunicó el entusiasmo de la fe y el ardor apostólico. Con él crecí en el amor a la Iglesia y en la fidelidad al Magisterio. Me abrumaba el testimonio de su vida entregada hasta el final, en el sufrimiento aceptado y ofrecido, en la celebración de la Misa a pesar del dolor. Es siempre en él que me apoyo hoy para celebrar la Misa. Cuando me faltan las fuerzas, cuando me falta el aliento, cuando me duele el cuerpo, le hablo y le pido: “Santísimo Padre, dame tu fuerza y tu valor para celebrar los santos misterios, como lo hiciste hasta el final en un don total”. Él fue para mí el testigo de la alegría de la fe y del apego a Cristo. Él fue para mí el ejemplo de un bloque de oración en medio de las tribulaciones de este mundo. Se enfrentó a las fuerzas del mal, enfrentándose con valentía a estos dos totalitarismos del siglo XX que causaron millones de muertos. Resistió, luchó, derribó el Muro de Berlín que aplastaba a la humanidad. San Juan Pablo II es para mí un gigante de la fe, un santo excepcional que sigue cargándome. Nunca olvidaré aquellos momentos en los que tuve la dicha de conocerlo. Por eso participé, a pesar de todos los obstáculos, en su funeral, su beatificación y luego su canonización.

El Papa Benedicto XVI fue el Papa de mi sacerdocio. Fui ordenado el 25 de junio de 2005, dos meses después de su elección. Me apoyó de manera extraordinaria en el comienzo de mi vida de sacerdote por la profundidad de sus homilías, por sus análisis pertinentes y proféticos de nuestro mundo, por sus luminosas reflexiones. El ejemplo de su humildad y amabilidad me conmovió profundamente. Fue un verdadero siervo de Dios, deseoso de fortalecer la fe de los fieles para la salvación de las almas. Constantemente buscó dar a los hombres acceso a Dios. Era un hombre de oración, enraizado en la contemplación del Dios vivo. Durante casi diez años, después de su renuncia, vivió retirado del mundo, pero llevándolo en su oración. Desde su muerte, lo invoco para nuestra Iglesia, en medio de una grave crisis. Él es para mí el ejemplo de una vida entregada al servicio de la verdad, desplegando toda su gran inteligencia para sacar a la luz, de manera clara, las más altas verdades de la fe. Siempre me sumerjo en sus escritos, sus libros, sus homilías, sus discursos con la profunda alegría de quien aprende y empieza a comprender mejor. La defensa y transmisión de la fe, en fidelidad a la Tradición, fueron su batalla diaria. Puedo testificar que me fortaleció en la fe. Todavía me conmueve su corazón de buen Pastor, especialmente cuando escribió una carta a los obispos de todo el mundo, tras los ataques suscitados por su gesto de comunión al levantar la excomunión que pesaba sobre los cuatro obispos de la fraternidad de San Pío X. Esta carta es magnífica, es su corazón el que habla.

En mi vida como hombre y como sacerdote, he pasado por muchas pruebas. La muerte de Ingrid, mi querida amiga de la infancia, en agosto de 1995, y luego la de mi querido padre en marzo de 1996, fueron para mí una verdadera prueba marcada por un profundo dolor del corazón. Dos seres tan cercanos a mí murieron el mismo año con siete meses de diferencia. La vida continúa, la fe sigue siendo mi fuerza. Avanzo en mis estudios, y se intensifica la llamada al sacerdocio. Ingresé al seminario en 1998 y seré ordenado sacerdote el 25 de junio de 2005.

Mi primera misión fue en el Líbano, un país que ha amado mucho, a pesar de las difíciles condiciones en las que había sido enviado. Agradezco a los carmelitas que me abrieron las puertas de su convento y me acogieron como a un hermano. Descubrí un país hermoso, marcado por la fe y el amor por Francia.

Luego fui destinado a la Parroquia de Santa Juana de Chantal, donde experimenté la gran alegría de servir a una comunidad y a una juventud que amaba. Pasé dos años en esta parroquia, feliz con los feligreses e infeliz con un párroco que no supo recibirme como un joven sacerdote.

Fui destinado después de dos años a la capilla de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, calle Cortambert. Mi apostolado se ha desplegado plenamente hacia los jóvenes, ya sea en los colegios donde fui capellán o en la capilla con todas las actividades propuestas. Fueron momentos felices y llenos de alegría en medio de todos estos jóvenes sedientos de una palabra verdadera y exigente. Desafortunadamente, no siempre he encontrado el apoyo esperado de los responsables locales (comunidad de las hermanas, consejo pastoral, etc.), teniendo que experimentar constantemente bloqueos en las iniciativas litúrgicas y pastorales. ¡Qué batallas por pelear!

En septiembre de 2013, me asignaron a una parroquia vecina, Nuestra Señora de la Asunción.

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Los seis años pasados en la Asunción fueron años de gran alegría: estaba profundamente feliz en las misiones con los jóvenes, y estábamos muy unidos con los sacerdotes, en un clima alegre y fraterno. Fueron años de gracia. Agradezco especialmente al Padre de Menthière que fue para mí un modelo de párroco y un amigo. Quisiera decir aquí cuán importante es la amistad sacerdotal en la vida del sacerdote. Tengo muy buenos amigos sacerdotes, desde el seminario, y nos reunimos regularmente.

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Luego, en septiembre de 2019, fui nombrado párroco de la parroquia de Santo Domingo, en el distrito 14, un distrito que conocía bien porque había vivido durante tres años con mi abuelo, Porte de Orléans. Primera parroquia como párroco: su parroquia la amamos, nos maravillamos, nos entregamos. Inmediatamente me involucré en el apostolado con los jóvenes, que me parecía algo descuidado. Tal vez realicé cambios necesarios, especialmente litúrgicos, demasiado rápido, sin tomarme el tiempo suficiente para explicar.

Entonces llegó la crisis del coronavirus. En marzo de 2020, apenas seis meses después de mi llegada, la vida se paraliza. Me encuentro totalmente solo en la casa sacerdotal y en la iglesia, habiéndose ido todos a recluirse en otra parte. Para mí, una cosa es obvia: no puedo celebrar la Misa solo para mí, encerrándome para protegerme… No soy un sacerdote para mí, privando a los fieles de los sacramentos. Decido dejar la iglesia abierta todo el día y celebrar misa en la iglesia, exponiendo previamente el Santísimo Sacramento, poniéndome disponible para las confesiones. No avisé a nadie, pero los fieles vinieron por su cuenta. Asumo plenamente esta elección y no me arrepiento de ninguna manera. Algunos, de vacaciones en el campo, me lo reprochaban desde la distancia. Otros, a la vuelta del encierro, me reprochaban fuertemente. Es fácil criticar cuando pasas varias semanas al sol, fuera de París…

Esta crisis revela un drama de nuestro tiempo: queremos proteger nuestro cuerpo para preservar nuestra vida, aunque sea en detrimento de las relaciones personales y del amor entregado hasta el final. Queremos salvar su cuerpo a expensas de su alma. ¿Cuál es el valor de una sociedad que da prioridad absoluta a la salud del cuerpo, dejando morir a las personas en una soledad espantosa, privándolas de la presencia de sus seres queridos? ¿Qué vale una sociedad que viene a prohibir el debido culto al Señor? Como escribe el cardenal Sarah: “Ninguna autoridad humana, gubernamental o eclesiástica, puede arrogarse el derecho de impedir que Dios reúna a sus hijos, de impedir la manifestación de la fe mediante el culto rendido a Dios. (…) Sin dejar de tomar las precauciones necesarias para evitar el contagio, los obispos, los sacerdotes y los fieles deberían oponerse con todas sus fuerzas a unas leyes de seguridad sanitaria que no respetan ni a Dios ni la libertad de culto, y que son leye más mortíferas que el coronavirus”.

SACERDOTE DE JESUCRISTO


El sacerdocio ha sido toda mi vida. Nunca me he arrepentido ni un momento de haber respondido sí al Señor que me colmó de sus gracias a través de mi ministerio. ¡Qué regalo inestimable ser un sacerdote de Jesucristo! ¡Qué gracia inefable! Todos los días, celebrar la Santa Misa era una alegría inmensa. Apenas me doy cuenta del don que el Señor me ha hecho de poder tomar su cuerpo divino en mis pobres manos y prestarle mi voz y mi humanidad herida para que se haga sacramentalmente presente. Voy a la Santa Misa subiendo al Gólgota, consciente de que en este cerro se ha desarrollado el drama de la salvación. Recojo en mi cáliz la sangre preciosa que brota del corazón traspasado, esta sangre salvadora que ya brotaba en Getsemaní. Fue sudando gotas de sangre que nuestro Señor Jesús pronunció el gran sí a la voluntad de su Padre y que aceptó ofrecer su vida en sacrificio por la salvación de todos los hombres.

Soy sólo una pequeña vasija de barro en la que mi frágil ser fue transformado por la gracia sacerdotal el día de mi ordenación. Ya no soy el mismo ser de antes: en adelante, el carácter sacerdotal impregna mi cuerpo y mi alma y me hace capaz de dar a Dios a los hombres. ¡Qué misterio y qué gracia! El Cura de Ars decía: “si el sacerdote supiera lo que es, moriría”. No soy sacerdote para mí mismo sino para las almas, para su salvación. Qué carga pesa sobre mis hombros: un sacerdote para la salvación de las almas que me han sido confiadas. Medito con humildad estas palabras del buen y santo Cura de Ars. Me ayudan a captar la grandeza del sacerdocio que no me pertenece:

« Si no tuviéramos el sacramento del Orden Sagrado, no tendríamos a Nuestro Señor. ¿Quién lo puso allí en el tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién recibió nuestra alma cuando entró en la vida? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la fuerza para hacer su peregrinaje? El sacerdote. ¿Quién la preparará para presentarse ante Dios, lavando esta alma por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma muere a causa del pecado, ¿quién la resucitará, quién le devolverá la calma y la paz? El sacerdote otra vez. Después de Dios, el sacerdote lo es todo. El sacerdote se entenderá bien a sí mismo sólo en el cielo. »

Soy consciente de que el sacerdote debe estar tanto del lado de Dios como del lado del hombre. Fue el Papa Benedicto XVI quien me ayudó a comprender mejor la misión del sacerdote como mediador, durante una lectio divina que dio a los sacerdotes de Roma. El sacerdote es un mediador que abre a los hombres las puertas del camino hacia Dios. Es como un puente que conecta al hombre con Dios para darle la vida verdadera, la vida eterna y conducirlo a la luz verdadera. El sacerdote debe estar primera y fundamentalmente del lado de Dios. Esto significa que debe pasar tiempo en la presencia del Señor para estar con

Él. El Señor escogió a sus doce apóstoles para que moran con él y luego enviarlos a predicar. Para el sacerdote es absolutamente prioritario entregarse a Dios dedicándole tiempo: a través de la misa diaria, el rezo del breviario, la meditación y la oración, el rezo del rosario, y tantas otras devociones que nutren la vida interior. Si un sacerdote ya no reza, ya no puede dar fruto.

Llegado como párroco a mi parroquia en septiembre de 2019, tenía la sensación de que estaban pasando muchas cosas bonitas, pero sobre todo de forma horizontal. Incluso si estuviera presente una verdadera vida de oración, percibí que faltaba una dimensión vertical, trascendente, una dimensión que permitiera sostener todo para vincular toda la vida parroquial a Dios. Por eso tuve la convicción de que era necesario embarcarse en la adoración permanente del Santísimo Sacramento. Sin el apoyo inquebrantable de un par fiel de feligreses cuya fe es una roca y su compromiso inquebrantable, nunca hubiera logrado esto.

Cuando decidimos lanzar la adoración permanente en noviembre de 2020, no tenía idea de cuánto se enfurecería el demonio para evitar que este proyecto se llevara a cabo. Hubo muchos obstáculos, entre contingencias materiales, dudas, inquietudes, búsqueda de voluntarios comprometidos y limitaciones por la situación sanitaria. A pesar de todo, la organización se va poniendo en marcha poco a poco y podemos prever razonablemente la adoración de cuatro días y tres noches. Las franjas horarias de la tarde y la noche se llenan rápidamente, luego vienen gradualmente las franjas horarias del día. Después de dos semanas, todo está listo, la planilla está bien llena. Se ha fijado una fecha: martes 10 de noviembre. Fue entonces cuando el anuncio del toque de queda vino como un cuchillo de carnicero… Decidimos mantenerlo a pesar de todo, llamando poco a poco a los fieles para facilitar su llegada, ofreciendo a los más pequeños dormir allí… Luego llegó muy pronto la noticia del segundo encierro, con las salidas a las provincias de algunos feligreses… Tenemos que llamarles a todos nuevamente, asegurarse de su presencia en París, de su motivación, y llamar a nuevos adoradores.

Finalmente, después de todas estas aventuras, logramos comenzar la Adoración como estaba previsto, el 10 de noviembre. Desde el martes a las 8 de la mañana hasta el viernes a las 6:30 de la tarde, los fieles se suceden y se turnan para adorar al Señor Jesús en su Santísimo Sacramento. Como sacerdote, experimento una alegría inmensa al venir a adorar en el corazón de la noche silenciosa. Estoy profundamente feliz de ver a los fieles venir a orar en cualquier momento, y así constituir un hogar capaz de irradiar el amor de Dios. Me asombran estos jóvenes, estudiantes de secundaria, preparatoria o universitarios, que se han apuntado a un nicho y que vienen por la noche, o justo después de clase, con la mochila. Admiro a estos padres de familia que vienen de noche, o muy temprano en la mañana antes de ir a trabajar, o incluso a estas madres que traen a sus nietos. Me conmueven estos ancianos que aguantan fielmente en las horas más ajetreadas del día.

Todos, de todas las condiciones y de todas las edades, movilizados para poner a Cristo en el centro de sus vidas, para adorarlo, para rezarle, para confiarle sus intenciones y para sostener su parroquia. Estoy convencido de que esta es la fuente de muchas gracias para todos y para la vida parroquial, y que esta oración continua es la fuente de la fecundidad de las diversas actividades pastorales. Con la Santísima Virgen, clamo, mi corazón lleno de gratitud: “¡Mi alma exalta al Señor, mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador! “.

Sí, la adoración está en el corazón de la vida del sacerdote. Tengo que pasar tiempo delante del Señor, delante del tabernáculo. A Él puedo confiar mis penas y mis alegrías, abrirle mi corazón, hablarle como se habla con un amigo querido, poner todo cerca de su corazón, con la certeza de que Él está allí, de que me escucha, y que me habla al corazón.

“Os diré -decía san Josemaría Escrivá- que el sagrario ha sido siempre para mí como Betania, ese lugar tranquilo y apacible que Cristo amó, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras esperanzas y nuestras alegrías”. , con la sencillez y naturalidad con que le hablaban sus amigos Marta, María y Lázaro”.

El Papa san Juan Pablo II nos mostró el ejemplo de la devoción eucarística. Me permito citarlo en la que fue su última encíclica:

“El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino –, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas”.

En la Sagrada Eucaristía “está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. (…) Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?” (Ecclesia in Eucharistia).

Si el sacerdote está del lado de Dios, debe estar también del lado del hombre. Y allí mido mi indigencia y mis grandes debilidades. El sacerdote debe apoyar, animar, exhortar, consolar, curar con los sacramentos a todos los que le han sido confiados, sin distinción ni preferencia. Todo para todos. La humanidad del sacerdote, herida pero restaurada por Cristo, le da la capacidad de compadecerse de los sufrimientos de los hombres. En la carta a los Hebreos (5), entendemos que la verdadera humanidad no consiste en abstraerse de los sufrimientos de este mundo, sino al contrario en poder unirse a ellos para soportarlos con compasión. El sacerdote debe ser una persona”compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (5,2), como Cristo que, “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas a Aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su temor reverencial” (5, 7).

Así, el sacerdote es quien lleva en su cuerpo el sufrimiento de los hombres para elevar su grito hacia Dios, en las lágrimas de la oración, para llevar el dolor y la miseria humana al corazón de la divinidad. El sacerdote lleva en su corazón el sufrimiento del mundo y sufre con el mundo. La verdadera humanidad se mide contra esta capacidad de compasión.

Cuántas veces los fieles me han confiado sus contratiempos, sus inmensos dolores, sus luchas y sus pruebas. A veces siento el peso del mundo que sufre, y sólo Cristo puede aliviarme, cuando pongo a sus pies este pesado fardo después de haberle hecho oír el lamento de los hombres que sufren. Están las miserias materiales, todos esos pobres que encontramos en nuestros caminos, y que tratamos de aliviar un poco, con un don, pero sobre todo con una mirada, una palabra, con el hecho de entrar en relación; también hay miserias morales, debidas a los pecados, que hacen que algunas personas queden atrapadas en situaciones que parecen inextricables. Y luego encontramos las miserias del cuerpo, todos esos enfermos que no pueden más, todos los heridos de la vida que tratamos de consolar y aliviar, especialmente a través del sacramento de los enfermos.

¡Señor Jesucristo, cómo sufre nuestra humanidad! Pero Tú presentaste, “a gran voz y con lágrimas” el clamor de estos sufrimientos, y los sigues presentando a Dios nuestro Padre que vela. En la fe, sabemos que estos sufrimientos no son en vano, sino que, si se ofrecen en un último acto de amor, albergan una fecundidad misteriosa.

Hago mía esta hermosa oración de San Ambrosio:

“Puesto que Tú me has dado de trabajar por Tu Iglesia, protege siempre los frutos de mi trabajo. Me llamaste al sacerdocio cuando era un niño perdido; no me dejes perder ahora que soy sacerdote. Pero sobre todo, dame la gracia de saber compadecerse con los pecadores desde el fondo de mi corazón. Dame compasión cada vez que sea testigo de la caída de un pecador; que no castigo con arrogancia; pero déjame llorar y lamentarme con él. Haz que mientras lloro sobre mi prójimo, sea también por mí mismo que lloro, y que me aplico la palabra “Tamar es más justo que tú”. Amén.”

El Cura de Ars es para mí un modelo y una guía en mi sacerdocio. Cuando era estudiante, y pensando en la vocación, leí con pasión su biografía escrita por Mons. Trochu. Esta vida enteramente entregada, en total olvido de sí mismo, para la salvación de las almas, me abrumaba. Fue un apóstol incansable de la misericordia de Dios.

La confesión, junto con la Misa, está en el corazón de la vida del sacerdote. Transmitir el perdón de Dios a través del sacramento es una gracia extraordinaria. ¿Quién soy yo, yo, pobre hombre, para decirle a alguien: “y te perdono todos tus pecados…”. ¡Qué inmensa alegría ser testigo de la misericordia del Señor! El sacramento del perdón, por supuesto, alegra al penitente: llega con el rostro triste, cargando con el peso de sus pecados, se va con el corazón ligero y purificado y el semblante regocijado por el amor de Dios. El sacramento suscita también la alegría en el sacerdote: ¡qué alegría permitir que una persona se libere de sus pecados y se vaya con el corazón en paz! ¡Este sacramento también alegra al Señor, alegra el corazón de Dios! “Hay más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierte…”.

El Cura de Ars decía: “El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”. Esto significa que el sacerdote toma de nuestro Señor, inclinado sobre su pecho en oración, como el apóstol san Juan, el amor que brota de su corazón divino, para luego transmitirlo a los hombres por la gracia de los sacramentos.

Entre mis grandes alegrías sacerdotales está la alegría del apostolado con los jóvenes. He tenido la suerte, en mis diversos apostolados, de haber acompañado a muchos jóvenes: a través del escultismo, en particular como asesor religioso nacional de guías y scouts de Europa; como capellán de colegios y escuelas secundarias; como párroco, fundando un grupo Even 2; organizando y acompañando numerosas peregrinaciones, a la JMJ, a Tierra Santa, a Francia… Soy el testimonio feliz de una bella juventud, sedienta de rigor, que se confiesa, que desea formarse, que ora, que avanza en el camino a la santidad. ¡Quisiera decirles a todos estos jóvenes que es hermoso vivir y acoger la vida como un don de Dios! ¡Qué hermoso es querer edificar su vida sobre la roca de la fe! Quisiera animaros a comprometeros, a desear fundar una familia auténticamente cristiana donde la fe esté en el centro, a atreveros a responder a la llamada del Señor a dejarlo todo para seguirlo en el sacerdocio o en la vida consagrada, sin miedo. ¡Solo Cristo es capaz de realizar las más altas aspiraciones de nuestro corazón!

[…]

Dentro de la Iglesia han entrado lobos. Son sacerdotes, y a veces también obispos, que no buscan el bien y la salvación de las almas, sino que desean ante todo la realización de sus propios intereses, como el éxito de una “pseudo-carrera”. Así que están dispuestos a todo: ceder al pensamiento dominante, pactar con ciertos lobbies [..], renunciar a la doctrina de la verdadera fe para adaptarse a los tiempos (Zeitgeist), mentir para conseguir sus fines. Conocí a esta especie de lobos disfrazados de buenos pastores, y sufrí por la Iglesia. En las diversas crisis que pasé, me di cuenta que las autoridades no cuidaban a los sacerdotes y rara vez los defendían, asumiendo la causa de las recriminaciones de los laicos progresistas en busca de poder y queriendo una liturgia plana en una autocelebración de la asamblea Como sacerdote, pastor y guía de las ovejas que les an sido encomendadas, si decides ocuparte de la liturgia para honrar a nuestro Señor y rendirle un verdadero culto, es poco probable que seas sostenido en las altas esferas frente a los laicos, que se quejan.

Hoy quiero ofrecer mis sufrimientos por la Iglesia, por mi parroquia, por las vocaciones. Todas las vocaciones: sacerdotal, religiosa, marital. Pido al Señor la fuerza para perdonar a los que me han persiguidos, y el valor para seguir adelante cargando cada día estas cruces. Como Zaqueo, para ver a Cristo, tenemos que subirnos a un árbol, al árbol de la Cruz. “Stat crux dum volvitur orbis” – “la cruz permanece mientras el mundo gira”: este es el lema de los Cartujos. En medio de los cambios y tribulaciones de este mundo, permanece plantada en nuestra tierra de manera estable, como signo de nuestra fe, la cruz de nuestro Salvador.

LA FUERZA DE LA ORACIÓN

En diciembre de 1993, hice un retiro en la abadía de Notre-Dame de Maylis, en las Landas. Era una escuela de oración, para aprender a orar, escuchando al Padre Caffarel, que fundó los equipos de Notre Dame, pero también fue un maestro de oración. Recibí mucho de él, especialmente a través de su libro: Cien cartas sobre la oración. Durante estos días, el Señor me dio la gracia de percibir su amor por mí y me hizo descubrir el lugar eminente y vital de la oración en la vida cristiana. Desde ese momento mi vida cambió, porque mis días están marcados con la oración, que transforma la vida y da el amor de Dios.

La oración es el secreto de una vida cristiana fructífera. Sin oración, un cristiano no puede mantenerse en pie, porque no puede hacer frente a los poderes de las tinieblas. No luchamos contra pequeños e insignificantes adversarios, sino contra el diablo, el príncipe de las tinieblas, el padre de la mentira. Como San Pablo nos insta a: “Revístanse con la armadura de Dios, para que puedan resistir las insidias del demonio. Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio. Por lo tanto, tomen la armadura de Dios, para que puedan resistir en el día malo y mantenerse firmes después de haber superado todos los obstáculos. ” (Ef 6, 11-13).

Para resistir y aguantar, necesitamos el poder de la oración. Ella es la fuerza que secretamente transforma el mundo. Si los cristianos abandonan la oración, dejándose seducir por el reino de la eficiencia y la rentabilidad, entonces se abre la puerta “a la noche espiritual ya la barbarie científica”. El Padre Caffarel profetizó así: “O el cristianismo conquistará el mundo rezando, o perecerá. Esta es una cuestión de vida o muerte para el cristianismo” (cf. En presencia de Dios. cien cartas sobre la oración).

Y San Juan de la Cruz afirma: “Sin oración, todo se reduce a martillazos para producir casi nada, o incluso absolutamente nada, ya veces más daño que bien”. Y el Cura de Ars: “Tienen un corazón pequeño, pero la oración lo alarga y lo hace capaz de amar a Dios. »

En la oración diaria, en este corazón a corazón con el Señor, somos profundamente transformados. El buen Dios actúa en el fondo de nuestra alma para prodigarnos toda clase de bienes. No soy ante todo yo quien actúa, por mis bellas palabras o mediaciones, sino que es Dios quien actúa. Este tiempo pasado en su presencia es fuente de gracias, y lo que cuenta es la fidelidad y la perseverancia, todos los días. ¡Cuanto más tenemos que hacer, más debemos orar!

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LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

“¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?” pregunta Isabel (Lc 1,43). Y también me maravillo de la presencia de María en mi vida.

La Virgen María siempre ha estado presente en mi vida, desde mi niñez hasta hoy. Fue ella quien me guió hacia el sacerdocio, animándome con confianza, a pesar del sentimiento de mi indignidad y de mi incapacidad. Recuerdo con emoción este momento de gracia cuando, en una pequeña capilla situada en la colina de Vézelay, María me tomó de la mano para tranquilizarme y ponerme en el camino del sacerdocio. La Santísima Virgen siempre me ha protegido y consolado. En todos los momentos de prueba que he conocido, en todas estas situaciones humanas que parecían perdidas, siempre me he encomendado a María, refugiándome bajo su inmaculado abrigo blanco, puesto bajo su protección. Siempre he experimentado en estos momentos de abandono una gracia de consolación, con la certeza de que María miraba, que estaba allí, vigilante y protectora. Nunca fui decepcionado o defraudado por ella. Quisiera testimoniar cuánto la oración a María es fuente de gracias. La Santísima Virgen no nos tiene contra ella, sino que nos conduce a su divino Hijo, nos enseña, como una madre, a conocerlo y amarlo.

En mi vida de sacerdote, María ocupa un lugar privilegiado, porque es ella quien nos dio al Salvador, y esa es la misión del sacerdote: dar el Señor a los hombres. Sin la Santísima Virgen, sin un vínculo especial y afectuoso con Ella, sin una oración constante dirigida a nuestra buena Madre del Cielo, el sacerdote no podrá cumplir plenamente su ministerio. Quisiera citar aquí al cardenal Journet, cuyas palabras hago mías: “La Virgen María ha sido y será siempre una alegría en nuestra vida sacerdotal. Las Fiestas de Nuestra Señora, como todos los sábados, son como un poco de sol y una primavera en nuestros corazones. Cuando uno se queda cerca de ella, el miedo ya no existe. Las amenazas de la miseria y de la mediocridad que nos envuelven dejan de abrumarnos. Con ella estamos del otro lado porque nos hemos convertido en sus hijos”.

Fue María quien incesantemente fortaleció mi fe. Siempre he confiado en su fe clara e inquebrantable. Es con ella que quiero pronunciar mi Fiat al Señor, sostenido y entrenado por ella. Mi afecto por nuestra buena Madre Celestial lo lleva ella en el corazón de su divino Hijo. Gracias a María, mi amor por Cristo creció y se fortaleció. Cuanto más amamos a María, más nos hace amar a su Hijo. Cuanto más confiamos en ella, más crece nuestra fe. ¡Qué felicidad tener a María por Madre! Qué alegría sentir que ella interviene a nuestro favor, y que nos prodiga su ternura tan maternal. Marie nos consuela, nos seca las lágrimas como sabe hacer una madre. Ella lloró en Nazaret cuando su Hijo fue incomprendido, echado fuera y rechazado. Ella no quiere que suframos, está a nuestro lado para aliviar nuestras penas y ayudarnos a sobrellevarlas.

Hice grabar en mi cáliz, ofrecido para mi ordenación, un lema que hago mío y que fue el de San Juan Pablo II: “Totus tuus”. Estas dos palabras significan mi deseo de encomendarme a María en todo, de pasar por Ella, de entregarle y consagrarle, con toda sumisión y amor – según la oración de san Luis María Grignon de Montfort – mi cuerpo y mi alma, y todo lo que tengo que lograr. ¡Cuánto más simple y más eficaz es todo cuando eliges encomendarlo todo a la Santísima Virgen! El secreto está en comprender que nuestro Señor quiso pasar por María para darse a los hombres, y lo sigue haciendo: por la Santísima Virgen pasan las gracias.

En mis pobres oraciones diarias, a menudo marcadas por la debilidad, por la sequedad del corazón, por las distracciones, me digo a mí mismo que María finaliza y completa lo que yo no logro a realizar. Es ella quien presenta a su divino Hijo mis pobres balbuceos de oración. Por eso, como escribió el Cura de Ars, “Cuando nuestras manos han tocado los aromáticos, perfuman todo lo que tocan. Pasemos nuestras oraciones por las manos de la Santísima Virgen, ella las embalsamará.”

La historia de la Anunciación es una de las páginas más hermosas de los Evangelios, porque se nos revela un doble misterio: el misterio de la Inmaculada Concepción y el de la concepción virginal de Cristo. Estos dos misterios están unidos por la libertad de María que

pronuncia su Fiat al Señor diciéndole sí con todo su ser. Este Sí de María, como escribe el Cardenal Charles Journet, “es el Sí más hermoso que la tierra ha dicho jamás al Cielo”. Y Santo Tomás de Aquino afirma: “ella lo pronuncia en nombre de toda la humanidad, desde la tarde de la caída hasta el fin del mundo”.

Es a través de María, y con ella, que podemos decir sí al Señor y a su santa voluntad. Su sí no estuvo marcado por el pecado original y la rebelión contra Dios. Es un Sí puro, límpido, total, verdadero, sin freno ni segunda intención. Nuestros “sí” a nosotros está siempre marcado por un “pero” oculto, por condiciones establecidas, por discretas filtraciones… “Sí Señor, pero…”. Sin embargo, el Señor nos advierte: “Cuando ustedes digan «sí», que sea sí, y cuando digan «no», que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno” (Mt 5, 37). Con María podemos finalmente decir un verdadero sí al Señor, ella nos ayuda a abandonarnos en su Hijo divino, nos lleva en su Fiat.

En la Gruta de Massabielle, donde he estado tantas veces, le pedí a Nuestra Señora de Lourdes que me ayude a querer lo que Dios quiere para mí. Esta cueva es para mí un refugio, un lugar sagrado, una roca en la que apoyarme para recobrar fuerzas. La fuente de agua viva que brota al fondo de la gruta es la fuente de gracias que la Santísima Virgen quiere darnos. Me regocijé en esta gruta, allí di gracias, puse allí muchas intenciones de oración; también allí fui curado por María de una herida proveniente de la Iglesia. Este bendito lugar es para mí un lugar de fundación de mi fe desde mi niñez. Allí, en el frío de enero, me encomiendo de nuevo con ardor a Nuestra Señora de Lourdes. Me quedo frente a la gruta, rezo en silencio, me abandono al Señor a través de los brazos de María, recupero mis fuerzas, rezo mi rosario. El frío no logra ahuyentarme de este bendito lugar. “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han detenido”. Contemplo esta luz que emana de la cueva, luz benéfica y saludable. Gracias, María, por tu protección maternal y tu presencia constante a mi lado. Oigo resonar en mí la voz del salmista: “Espera en el Señor, sé fuerte, ten valor y espera en el Señor” (Sal 26,14). Y hago mía la palabra del leproso, en el Evangelio de hoy: “Si quieres, puedes limpiarme” (Mc 1,40). Sí Señor, si es tu santa voluntad, puedes sanar mi cuerpo herido. ¡Pero hágase tu voluntad! Encomiendo esta humilde oración a María.

EL BUEN COMBATE

Cómo quisiera, en el atardecer de mi vida, gritar como san Pablo: “he peleado el buen combate, concluí mi carrera, conservé la fe.” (2 Tm 4, 7). ¿Cuál es el buen combate para pelear en este mundo? Muchos gastan energías en luchas que no valen la pena, como esta ecología erigida en una nueva religión, o esta defensa de la causa animal en detrimento de los hombres. Vean toda esa energía gastada en luchas peleadas con el demonio, como las de la cultura de la muerte, la teoría de género, el transhumanismo, el wokismo…. Todo esto aleja a las personas de Dios y las lleva a pelear batallas falsas que son las del demonio.

El buen combate es el de la fe: guardar la fe y transmitir la fe, en fidelidad a la tradición de la Iglesia. Mi fe, hoy, es la de los patriarcas, profetas, apóstoles, santos y santas que nos precedieron y que nos transmitieron este tesoro de la fe en el Dios verdadero. A lo largo de los siglos de la historia de la Iglesia, ¡cuántas sangres, derramadas sufrimientos sufridos, violentas persecuciones para proteger y transmitir la fe!

El buen combate es el que consiste en permanecer fieles a las promesas del propio bautismo, en luchar por permanecer unidos al Señor Jesús, en vivir como cristianos, en guardar sus propias convicciones. Es un combate de cada día, porque el demonio nunca deja de intentar alejarnos de Dios. sin cesar. El buen combate es el de la fidelidad a Cristo, fidelidad, fidelidad que se gana cada día a través de los deberes de la vida cristiana: la oración diaria, la Misa dominical, la confesión regular, la lucha contra tal o cual pecado que se repite sin cesar. Hay cristianos heroicos que luchan cada día por derribar un pecado que envenena su vida. Estas luchas en las sombras, en los secretos de la vida, son tantas pequeñas victorias ganadas contra el Príncipe de las Tinieblas.

En mi vida de sacerdote, dirijo con ardor este combate, porque llevo sobre mis hombros el peso de las almas que me han sido confiadas. ¿Cómo podría cumplir mi misión sin una verdadera vida interior, sin estar unido a Cristo por la oración y los sacramentos? ¿De dónde sacar la fuerza necesaria para santificar al pueblo cristiano si no en Dios mismo? Me doy cuenta de lo vital que es para un sacerdote dar tiempo al Señor, dedicarle un tiempo precioso, para estar con Él, para amarlo, para adorarlo. Un sacerdote debe estar primero cerca del Señor para poder dar a Dios a los hombres. La fecundidad de un apostolado depende sólo de la fuerza de la oración que lo lleva. Luché contra la tentación del activismo que nos hace creer que el tiempo de oración es inútil, o incluso imposible en tal contexto. El que reza no pierde su tiempo, el que reza nunca está solo. ¡Cuántas veces he experimentado en mi vida de sacerdote la fuerza de la oración! Es la oración que, de manera invisible, me da la capacidad de predicar, de enseñar, de asumir una misión delicada, y sobre todo de dar un paso al costado para dejar todo el espacio a Cristo. Sin oración y sin unión interior con Cristo, nuestra vida se arruina.

El buen combate es el de cada momento para cumplir bien con su deber de estado y llevar el peso del día sin recriminar a Dios. Las tareas de la vida cotidiana, humildes y a menudo ocultas, forman parte de esta lucha que nos ayuda a permanecer unidos a Cristo.

El buen combate es el que consiste en seguir a Cristo, paso a paso. “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23). Tal es la condición de quien quiere ser discípulo de Cristo, en una palabra, de quien quiere ser verdaderamente cristiano. El camino de Cristo pasa por la Cruz, y por eso el camino de todo cristiano pasa también por la cruz. No elegimos nuestras cruces, no elegimos nuestros sufrimientos. Vienen a nosotros, sin que los hayamos pedido. Están las pequeñas cruces de cada día, hechas de renuncias, de humillaciones, de esfuerzos. El deber de estato.

Y luego están las grandes cruces de la vida, las que se plantan en nuestro ser, cuerpo y alma. Estos son los sufrimientos por enfermedad, los dolores por la muerte de un ser querido, las pruebas de las batallas para librar, las persecuciones por la fe. Estas grandes cruces solo se pueden llevar con la ayuda de Dios. Cristo llevó su pesada cruz y nos sigue ayudando a llevar la nuestra. Tres veces cayó, tres veces se levantó con la fuerza de Dios su Padre. Él toma sobre sus hombros nuestra carga, si le confiamos, para fortalecernos y sostenernos.

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