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En una época marcada por profundas transformaciones eclesiales y culturales, la Providencia ha dado a la Iglesia dos Papas diferentes por formación e historia personal, pero unidos por una misma raíz espiritual: San Agustín. Joseph Ratzinger, que se convirtió en Benedicto XVI, y Robert Francis Prevost, hoy León XIV, comparten un profundo amor por el obispo de Hipona. El primero lo estudió y citó incansablemente; el segundo es su hijo espiritual y religioso, habiendo profesado los votos en la Orden agustiniana. En ambos, la espiritualidad agustiniana es la fuente viva de un pensamiento teológico y pastoral que pone de relieve tres grandes primacías: Dios, Jesucristo y la Gracia.

Benedicto XVI y San Agustín: el teólogo de la verdad que ama
Joseph Ratzinger siempre reconoció en San Agustín no solo a un pensador de estatura excepcional, sino a su gran maestro interior. Ya como joven profesor, su primera clase universitaria estuvo dedicada a la relación entre fe y razón en el pensamiento agustiniano, tema que continuaría profundizando durante toda su vida. Su admiración no era meramente académica, sino una verdadera afinidad espiritual: para Benedicto XVI, Agustín es el hombre que busca a Dios con todo su ser, que reconoce en la caridad el rostro auténtico de la verdad y que en la gracia descubre el único fundamento de la salvación. En la espiritualidad agustiniana, Ratzinger encontró la esencia misma del Evangelio: Dios es el origen, el centro y el fin de todas las cosas. No es el hombre, con sus proyectos o estructuras, quien funda la Iglesia, sino Dios, que ama primero y llama. De esta primacía de Dios nace la primacía de Cristo, Logos encarnado, luz de la verdad, que salva no por méritos humanos, sino por gracia.

Emblemática de esta actitud teológica es la antigua leyenda, cargada de significado espiritual, según la cual Agustín, mientras meditaba sobre la Trinidad, vio a un niño en la playa intentando trasvasar el agua del mar en un pequeño hoyo con una concha. Cuando el santo le señaló lo inútil de tal gesto, el niño —antes de desvanecerse— le respondió: “¿Y tú, cómo puedes pensar comprender el infinito misterio de Dios con tu mente finita?”. Esta escena simbólica ilustra con sencillez la humildad necesaria de la teología, que no pretende encerrar a Dios en los límites de la razón, sino que se abre con asombro a su trascendencia. No es casual que Benedicto XVI haya querido incluir precisamente una concha en la parte más noble de su escudo papal: signo discreto pero poderoso de la conciencia de que a Dios no se le posee, sino que se le contempla, se le ama, se le adora. Y que todo intento de conocerlo auténticamente pasa por el reconocimiento de la propia pequeñez.

Esta fidelidad espiritual de Benedicto hacia Agustín tiene raíces profundas. Su tesis doctoral, dirigida por el teólogo Gottlieb Söhngen, fue dedicada a Volk und Haus Gottes in Augustins Lehre von der Kirche — “Pueblo y casa de Dios en la doctrina de la Iglesia según San Agustín”. Ya entonces se revelaba una profunda sintonía entre la inteligencia de Ratzinger y la intuición teológica de Agustín. Además, durante su pontificado Benedicto XVI señaló en múltiples ocasiones al obispo de Hipona como guía y compañero de camino: en sus discursos, en las audiencias generales, en momentos de oración pública y privada, Agustín estuvo siempre presente, como figura viva, como interlocutor actual, capaz de hablar al corazón de los hombres de nuestro tiempo.

En diversas ocasiones Benedicto XVI le dedicó catequesis enteras: basta pensar en sus intervenciones de 2007 en Pavía, donde fue acogido y acompañado por el Prior General p. Robert Francis Prevost (hoy León XIV); en las audiencias de enero y febrero de 2008, o en el vibrante llamamiento lanzado a los jóvenes durante la Jornada Mundial de la Juventud en Sídney, donde los invitó a dejarse guiar por Agustín en el encuentro con el amor verdadero. Memorables son también sus palabras en 2010 en Castel Gandolfo, cuando definió a Agustín como su “compañero de viaje”, imagen que condensa todo el vínculo espiritual, intelectual y humano con el gran Padre de la Iglesia. Y es precisamente este espíritu, esta relación viva y vital con Agustín, lo que Benedicto XVI quiso transmitir también a las nuevas generaciones. Como él mismo dijo en una de las audiencias de 2008: “Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla a mí, nos habla a nosotros”. Es este Agustín vivo y actual quien nos enseña a levantar la mirada hacia Cristo, único y verdadero Camino, Verdad y Vida — el mismo Cristo que ayer, el Papa León XIV indicó como “siempre en el centro de mi fe”.

León XIV: un Papa nutrido del corazón de Agustín
También el camino espiritual del Papa León XIV hunde sus raíces en la experiencia viva y profunda de San Agustín. Primero como religioso y luego como prior general de la Orden Agustiniana, Robert Prevost ha cultivado una espiritualidad hecha de búsqueda incansable de la verdad, de vida comunitaria auténtica y de caridad vivida a la luz de la fe. Su predicación, así como sus gestos, revelan un alma íntimamente nutrida por el pensamiento y el testimonio del Santo africano.

En sus primeras cuatro intervenciones como Sucesor de Pedro, León XIV ha vuelto ya con frecuencia a los temas centrales del corazón agustiniano: la necesidad de partir de Dios y no de uno mismo, la centralidad de la oración, la fidelidad al discernimiento, la primacía de la gracia y de la misericordia. Es un magisterio que no pretende construir algo nuevo, sino hacer reflorecer en la Iglesia las raíces más auténticas de la fe.

Ya en su primera homilía como Papa, celebrada en la Capilla Sixtina con los cardenales, León XIV indicó con claridad la dirección de su servicio: “Desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado [...], entregarse por completo para que a nadie le falte la oportunidad de conocerlo y amarlo.” Palabras que evocan el noli foras ire agustiniano. En su primera bendición urbi et orbi, recién elegido, León XIV reveló la trama espiritual que lo mueve, profundamente inspirada en Agustín: “Soy hijo de San Agustín, agustino, que dijo: ‘Con vosotros soy cristiano y para vosotros obispo’. En este sentido, todos podemos caminar juntos hacia aquella patria que Dios nos ha preparado.” Con esta cita no pretendía solo honrar a su fundador, sino indicar la clave con la que desea vivir y guiar la Iglesia: en la conciencia de que el ministerio episcopal es un servicio arduo, pero plenamente enraizado en la comunión, en la fraternidad y en la gracia. San Agustín, de hecho, describía al obispo como un hombre llamado a llevar el peso de los demás, permaneciendo él mismo como uno redimido entre los redimidos: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre es signo del cargo recibido, éste de la gracia; aquel es ocasión de peligro, éste de salvación.» El Papa León XIV se inserta en este surco, mostrando que desea ser un obispo-pastor que no domina, sino que ama; que no manda, sino que sirve; que no se aísla, sino que camina con los demás. También el tono de su bendición —humilde, fraterno, sonriente y alentador— refleja una visión de la Iglesia como pueblo de Dios que se sostiene mutuamente, en la que el Obispo de Roma es el primero en pedir la ayuda de la oración y de la caridad de todos: clérigos y laicos. Hoy, desde la Logia de las Bendiciones, ha pedido oraciones por las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada “de las que la Iglesia tiene tanta necesidad” e invitó a los jóvenes a no tener miedo: “Aceptad la invitación de la Iglesia y de Cristo Señor”.

Así pues, el corazón agustiniano del nuevo Papa emerge claramente en los pasajes centrales de su mensaje: la centralidad de Cristo, la primacía de la gracia, el llamado a construir puentes y a buscar la paz “desarmada y desarmante” del Resucitado, caminando de la mano, como hermanos, sin miedo, porque sostenidos por Dios.

En su discurso, León XIV evocó luego la paz del Resucitado como don desarmante y desarmado, que nace solo de Dios, “que nos ama a todos incondicionalmente”. E invitó a todos a no tener miedo, a caminar “de la mano con Dios y entre nosotros”, para construir puentes, diálogo, encuentro, en una visión eclesial que tiene el sabor de las Confesiones de Agustín: inquieta hasta que no descansa en Dios, pero también profundamente orientada a la comunión. “La humanidad necesita de Él como del puente para ser alcanzada por Dios y por su amor”, dijo. Y añadió: “Ayudadnos también vosotros, y luego los unos a los otros, a construir puentes, con el diálogo, con el encuentro, uniéndonos todos para ser un solo pueblo siempre en paz.” En su primer discurso al mundo, León XIV ha delineado así una visión agustiniana de la Iglesia: peregrina, inquieta, comunitaria, guiada por la gracia y orientada a la paz. Habló de la Iglesia como “campo que se nos da para que lo cuidemos y lo cultivemos, lo alimentemos con los Sacramentos de la salvación y lo fecundemos con la semilla de la Palabra”, y recordó que “el mundo necesita la luz de Cristo”. Todo esto —la centralidad de Dios, la prioridad de la gracia, la conversión diaria, la paz como don del Resucitado, la Iglesia como pueblo en camino— son temas que brotan directamente de la espiritualidad agustiniana. En León XIV, esa fuente sigue fluyendo clara: no como erudición, sino como vida espiritual vivida, realmente encarnada.

Cristo es para Agustín el centro de la historia, el Redentor, el Maestro interior. León XIV dijo a los cardenales: “Está luego la otra posible respuesta a la pregunta de Jesús: la del pueblo común. Para ellos el Nazareno no es un ‘charlatán’: es un hombre justo, alguien con coraje, que habla bien y dice cosas correctas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos mientras pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran solo un hombre, y por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, desilusionados. [...] También hoy no faltan contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático o superhombre, y esto no solo entre los no creyentes, sino también entre muchos bautizados, que terminan viviendo, a este nivel, en un ateísmo de hecho.” El Papa nos habla de Cristo, vivo, que llama a la conversión y consuela en la prueba.

Entre Benedicto XVI y León XIV se percibe una profunda continuidad espiritual, que encuentra en San Agustín su eje central. No se trata de una semejanza en el estilo o el lenguaje —Benedicto era alemán, León es estadounidense— sino de una sintonía esencial sobre lo que verdaderamente importa: Dios, Jesucristo, la gracia. En una época en la que las raíces de la fe corren el riesgo de perderse, estos dos Pontífices señalan el camino para reencontrar el alma del cristianismo. No es un camino nuevo: es tan antiguo como la Iglesia, y tan vivo como el corazón ardiente de Agustín.

Marco Felipe Perfetti
Silere non possum